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Mirar, pagar

El ruido de los autos y un murmullo continuo de voces indistinguibles anunciaban cada vez que la puerta del bar se abría. Al cerrarse, el silencio apenas interrumpido par algún movimiento de las sillas o los pasos de los mozos, se reinstalaba como un remanso. En uno de aquellos cambios sonoros percibí una anomalía. Un sonido infrecuente a mis espaldas. Unos pasos balbuceantes, el ruido de zapatos que se arrastraban más de lo esperado, un tintineo metálico cada tres o cuatro pisadas. El cambio de una regularidad sonora rara vez me deja indiferente. La pérdida del ritmo, la defraudación de una expectativa me inquieta y me descoloca. Siempre ha sido de ese modo. Tengo una fuerte tendencia a encontrar reposo en la regularidad y a sobresaltarme con la innovación.

Sabía que tarde o temprano iba a corroborar con los ojos la alteración que percibía con mis oídos. Entonces lo vi.
Delgado, cincuentón, inclinado hacia su derecha lo que se acentuaba con los periódicos movimientos de un bastón con el que golpeaba las patas de las mesas. La cabeza erguida y rígida. Los ojos abiertos y quietos, ausentes. Esa posición resultaba sorprendente por su desfasaje respecto del movimiento general del cuerpo al caminar. Era obvio que aquella figura se guiaba por una serie de procedimientos corporales que no incluían la mirada.







El bar se me ha ido borrando con el paso del tiempo en sus detalles físicos. La frecuentación de ese ambiente hizo invisibles para mí muchos de sus detalles. Sólo cuando algún cambio notable se producía el ambiente volvía a ser registrado, a recobrar su existencia material.
Pequeño, anacrónico para el estilo vigente en ese tipo de negocios, el bar lucía degradado, víctima irremediable del paso del tiempo. Mesas de madera con una pátina negra adherida en casi toda su superficie, sillas descoloridas y con una inocultable dificultad para sostener la verticalidad. Las paredes impregnadas de vapores grasientos, solidificados. El televisor encendido y mudo en un canal de deportes colgaba de un soporte metálico a una altura inconcebible como para ser mirado. Los mozos se habían incorporado al paisaje. Era notorio el esfuerzo, a veces inhumano, que debían realizar para desplazarse. Dolía verlos encorvados arrastrándose entre la barra y las mesas. Una chaqueta de algodón desintegrado en todos sus bordes y una pátina oscura sobre las mangas y el cuello. Sin embargo, incluidos en aquel paisaje, parecían naturales, coherentes. Casi era lógico pensar que no podrían haber sido de otro modo.

La anomalía introducida por aquella figura me reveló de pronto la serie de datos del lugar sobre los que no reparaba cotidianamente.
El hombre sostuvo su marcha hasta llegar a la mesa vecina a la mía. Se sentó a mis espaldas. Solo, ahora silencioso. En diagonal desde nuestra ubicación otro hombre conversaba en voz alta con una mujer. Luego varias mesas vacías y, sobre la ventana que daba al exterior, uno o dos parroquianos hojeaban secciones desmembradas de un diario matutino.
Pensé con interés en qué cosa podría hacer un hombre ciego en un bar. Es tan inseparable para mi el bar, el café y la lectura que no alcanzaba a imaginar que otra cosa se podría hacer en un lugar como ese una mañana como aquella. Acomodé mi propia silla como para observar cómodamente la escena.
Pidió un café doble y un vaso de soda. Cuando lo tuvo sobre la mesa se detuvo un instante, un largo instante, oliendo el aroma del café y evaluando la posible temperatura del contenido de la taza. Dio un sorbo pequeño. Retuvo el líquido en su boca y luego tragó lentamente, con placer y sin apuro. Algo minúsculo sostenía entre los dedos. Con ese objeto jugaba con habilidad y concentración. No pude distinguir de qué se trataba.

La pareja ubicada en diagonal, a pocos metros de ambos, comenzó a reír en voz alta, demasiado alta. Ignorábamos el motivo pero desde entonces, el ciego y yo nos concentramos en ellos. La risa convoca el interés, como el llanto, como toda emoción humana expresada en público. Es difícil permanecer ajeno, discreto, indiferente.Ahora hombre y mujer se contorsionaban sin disimulo y la risa era una carcajada sonora y un lagrimeo evidente. El hombre intentaba continuar con su relato pero era interrumpido una y otra vez por espasmos incontenibles.El hombre ciego estiró el cuello, la mirada ausente. Su cabeza adquirió el aspecto de una antena móvil erguida, alerta. Una vez obtenida la posición perfecta para escuchar se congeló su expresión y su cuerpo clausuró todo movimiento. Paralizado intentaba evitar cualquier dispersión que enturbiara su escucha. Cuando las voces bajaron el tono y otra vez la conversación fue un murmullo, corrió sin disimulo la silla en dirección a la pareja y nuevamente la tensión de su cuerpo alcanzó el máximo y luego se coaguló.
Ambos permanecimos en su órbita como satélites atraídos por la gravedad de esas dos personas.La situación se prolongó por varios minutos. La pareja jamás presintió lo que ocurría a sus espaldas. El ciego no mostró ningún interés por disimular su actitud. Ambos, a su manera, estaban solos.

Un mozo se aproximó cansadamente a la pareja y cobró su cuenta. El hombre se levantó primero. De pié bebió los restos que aún quedaban en su vaso. La mujer recogió su cartera, alisó su blusa con ambas manos desde arriba hacia abajo. Tomó por el cuello un abrigo negro colgado en el respaldo de la silla y dejó que su acompañante la ayudara a ponérselo sobre los hombros. Se los veía divertidos, groseros, desagradables.
El hombre era obeso pero fornido. De espaldas anchas y abdomen prominente, tenso. La mujer de corta estatura, excesiva y artificial. Fue ella quien comenzó la marcha hacia la puerta de calle mientras el hombre la seguía a dos o tres pasos de distancia. Pasaron a pocos centímetros de mi lugar y pude sentir el aroma penetrante de un perfume frutal empleado con exceso. El hombre dejó en el aire una huella de tabaco negro y alcohol. Repugnantes, ambos.

El hombre ciego los dejó pasar, atento. La pareja fue quien no reparó en él, ciegos. Cuando estuvieron a pocos metros de su posición, el ciego se puso de pié, firme. Su cuello se tensó nuevamente y con voz decidida y alta dijo, casi gritó, imperativamente:

- ¡¡Turco!!

El hombre se detuvo electrizado, demoró unos segundos en darse vuelta y cuando lo hizo, observó detenidamente al ciego. Frente a frente se registraron meticulosamente. Uno con su mirada rigurosa, el otro con todos los demás sentidos, con cada milímetro de su piel.

- ¿Nos conocemos? Nadie me llama de esa forma desde hace muchos años.

- Capitán Roberto Miguel Cantieri…¿Ahora está mejor?

Entonces el ciego comenzó a relajarse. Una expresión de sosiego se le dibujó en la cara. Seguro, pero en paz. El otro hombre contrajo cada uno de sus músculos. Los ojos desmesuradamente abiertos y fijos. Las aletas de la nariz se expandieron y la respiración se hizo rápida y superficial. La boca petrificada, los dientes apretados, el mentón firme. Los puños se cerraron convulsivamente.

- Sí, nos conocemos.

- Sin embargo yo no lo recuerdo y tal parece que Ud. no puede verme.

- No me extraña lo primero y es cierto lo segundo.

- ¿Entonces?

- Tampoco podía verlo cuando nos conocimos, pero eso no impidió que su presencia se me grabara para siempre.

- Explíquese

- Que yo no viese no impidió que Ud. me atara una capucha al cuello casi hasta ahorcarme. Que me amarrara con alambres a un elástico de cama viejo hasta arrancarme la piel. Que me rociara con agua y me aplicara su “aparatito” por cada rincón del cuerpo. Que subiera el volumen de la radio y se riera a los gritos con los chistes que un cómico con acento correntino contaba sin descanso. Tampoco impidió que me preguntara, mientras hacía su “trabajito”, si a los judíos de mierda como yo no le causaban gracia los cuentos argentinos: - Si te reís aflojo cieguito, me decías. Pero no pude. Y Ud. no aflojó. Durante horas, cada noche, varias semanas.

El hombre dio un paso atrás y se afirmó contra el mostrador. Luego llamó a la mujer que lo esperaba, absorta, muda: - Nelly, nos vamos.

- Siempre supe que lo encontraría, que no necesitaba buscarlo. Su vulgaridad y su torpeza, su animalidad a flor de piel no le permitirían pasar desapercibido.

El ciego se adelantó, llevó su brazo con el bastón en la mano derecha hacia el extremo izquierdo, encima del hombro. Lo descargó como un rayo sobre la cara del hombre que cayó de rodillas tomándose la cabeza con ambas manos, pero en silencio.

- Mozo, lo mío lo carga a la cuenta del señor. Estoy seguro que no tendrá inconveniente en que, por una vez, aunque sea por una única vez, pague.

El ciego tomó sus cosas y se encaminó hacia la salida.

Yo pude escuchar sus pasos balbuceantes y un ruido de zapatos que se arrastraban más de lo esperado, un tintineo metálico cada tres o cuatro pisadas. Creo que ya he dicho que esas cosas jamás me dejan indiferente.
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