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Carta de un médico a otro

¿Qué cae cuando todo sube?

Paco, hoy es Domingo de Pascuas, esta mañana he visto gente en las procesiones y en las iglesias. Me he detenido a mirarlos durante un largo rato. Creen, o al menos creen que creen. No es mi caso. Eso en lo que ellos creen, el modo “literal” y nada “metafórico” en que lo hacen, me resulta completamente indiferente. Tal vez porque desde hace algún tiempo me interrogo casi a diario acerca de mis propias creencias es que hoy me detuve a mirarlos como a un espejo deformante donde me observaba a mí mismo. ¿En qué creo a esta altura de mi vida? ¿Tiene algún valor aquello en lo que supongo creer a la hora de orientar mis acciones?

Te confieso que los últimos años me lo he pasado poniendo en duda mis verdades adolescentes, refutándolas sin piedad pero, a la vez, sintiendo que las traiciono todo el tiempo. ¿Puede traicionarse aquello en lo que ya no crees? Como el alcohol que, luego de metabolizado, aún produce sus efectos de “resaca”, esos fantasmas que supuse haber asesinado aún rondan mis emociones, y me intoxican.

Cada vez veo con mayor claridad el modo tan complejo y tan contradictorio con que las personas nos comunicamos. Me doy cuenta de que hacemos una selección de todo cuanto percibimos. Que esa selección está guiada por nuestras propias ideas y por nuestros más íntimos deseos de encontrar una concordancia entre el mundo y la imagen que de él nos hemos hecho. Si eso no ocurre, cuando ya es imposible apropiarnos de lo real adaptándolo a cualquier precio al mundo ilusorio que nos hemos construido, entonces, elegimos alguna estrategia que preserve nuestra identidad. En general optamos por la menos racional, la más absurda, la menos sensata. Rechazamos lo que nos dicen, rechazamos a quien lo dice. Nos resulta más fácil pedir que el mundo se transforme que modificar las ideas que tenemos sobre él. ¿O tal vez el mundo no sea otra cosa que esas pobres ideas?

Somos médicos, ya no podríamos evitarlo. Somos -hasta la médula- una forma de mirar, un modo de pensar, un maldito modo de actuar según lo que se espera de nosotros. Pero no somos idiotas, ni ciegos, ni insensibles. Tal vez por eso también somos “raros”, excéntricos, anómalos. Sé que vos también lo sos y te admiro por eso. Sé que estarás allí para escucharme, incluso cuando no compartas lo que digo. Sé que no me responderás con estereotipos ni con trivialidades. Tengo preguntas. Tengo perplejidades, contradicciones e incertidumbres. Padezco la ira de quien percibe lo que no quisiera ver y la impotencia del que no puede cambiarlo. Pero hoy, esta tarde de Domingo, me asalta la sospecha de que no he hecho todo lo posible. La certeza de haber comprendido la necesidad de renunciar a los absolutos pero también la irresistible tentación de regresar a ellos.

Te preguntarás de qué hablo. También yo lo hago. No escribo para explicar sino para encontrar explicaciones. Es tan brutal leer tus propios textos, es tan aterrador lo que encuentras en ellos. Me veo allí como a un idiota paseándose en calzoncillos por los senderos de su mente. Algo que hasta no hace mucho era apenas una vaga inquietud en la boca de mi estómago ahora comienza a hacerse palabras.

Ayer asistí a la escena de mi propia actuación. Pude, sorprendentemente, actuarla y observarla al mismo tiempo. Jacinto es un paciente al que asisto desde hace largo tiempo. Tiene 58 años y una severa enfermedad coronaria. Come más de lo que debería, fuma a escondidas un par de cigarrillos al día, toma ocho medicamentos. Fue operado hace dos años. Entonces sintió el terror de la muerte por primera vez en su vida. Me contó que lo que más lo conmovió fue tomar conciencia de que la muerte era un hecho real. Siempre había sospechado que se trataba de un engaño, una ilusión colectiva alimentada por todos pero que no podía ser verdad. Creyó secretamente en eso desde la infancia. Ahora, cada noche, cierra los ojos y piensa en ella, y tiembla, y suda. Luego piensa en Mariana, un amor antiguo y clandestino con quien se ve un par de veces al mes, y tiembla, y suda. Más tarde se duerme apretando la mano de su mujer que lo cuidó con devoción durante días y noches en la vigilia del sanatorio.

Yo lo recrimino por su inconducta, por la ligereza de su voluntad. Él me mira en silencio mientras le hablo del tabaco, de las grasas y el sobrepeso. Luego se va hasta el mes siguiente en que la escena se repite. Pero esta vez fue distinto.

- ¿Sabés una cosa? A veces cuando me voy de tu consultorio siento lo mismo que cuando vuelvo a casa después de ver a Mariana.
- Eso sí que es curioso
- Yo no siento que traicione a mi mujer, ni que la quiera menos por lo que hago. Pero sé que si ella lo supiera sí lo sentiría de ese modo, y yo no podría soportarlo.
- En este caso yo sí me entero de lo que hacés…
- Es verdad. Y te sentís traicionado y eso me hace sentir mal. No porque lo que hago yo mismo lo considere una traición, sino porque no quiero hacerte sentir mal a vos.
- Eso me pone en un problema.
- Ya me explicaste muchas veces tu punto de vista. Lo comprendo, te lo agradezco pero…¿nunca se te ocurrió que, una vez que ya me ofreciste esa información sobre mis riesgos, yo mismo podría tomar una decisión?

No puedo evitarlo. Siempre tengo delante de mis ojos el horizonte de la muerte. Mis cálculos la rodean, la acechan como un predador que sabe que, finalmente, se convertirá en presa. ¿Debería privilegiar el horizonte de la vida? ¿Debería elegir y, por lo tanto, admitir, las elecciones de los otros? No lo sé. Nadie me dio las herramientas necesarias para tomar estas decisiones que me superan. Cuando la situación me enfrenta a encrucijadas como éstas tomo el atajo del saber técnico. Me digo a mí mismo. – No te preocupes, no es ese tu trabajo. Lo tuyo es definir los riesgos y ofrecer alternativas para atenuarlos. Del resto que se ocupen los que conocen las respuestas a preguntas que no deberías formularte.

Claro, es tranquilizador, pero inútil. Y lo sé, pero me miento. Entonces me ocurre algo difícil de definir. No podría decir que tan sólo me “siento” un estúpido, es algo peor, mucho peor. Menos transitorio, más definitivo. Más bien podría decir que descubro que “soy” un estúpido y debido a ello me siento así. La lucidez, ya se sabe, sólo conduce a la locura o a la muerte. Es necesario el olvido y la simulación para seguir adelante. Creer en cosas rematadamente imposibles –si querés puedo llamarlas falsas utopías- construirnos enormes zanahorias, colgarlas delante de nuestros ojos ciegos y lanzarnos a correr tras ellas con la expresión respetable e imbécil de quien “sabe lo que hace” y va por el camino correcto.

No sé porque te lo cuento Paco. Pero hoy no tengo ganas de pensar en eso. Simplemente lo hago, como quien se desnuda sin más motivos que exponer sus secretos a los demás. ¿De qué se trata todo esto? ¿Qué hacemos con lo que hacemos? ¿Queremos curar, aliviar, proteger, conocer, investigar, saber? ¿O simplemente hemos tomado uno más de los múltiples caminos para sobrevivir, alimentar a nuestros hijos a costa de nuestros sueños, ascender en una escalera asesina que nos eleva en la consideración ajena a expensas del contrapeso de nuestras mejores ilusiones? ¿Qué cae cuando todo sube? ¿Qué precio pagamos por ser lo que se supone que debemos ser? ¿Cuándo, Paco, llegará el momento del valor y la verdad y, en un acto brutal y suicida, tiraremos todo a la mierda y seremos, de una vez por todas, lo que fatalmente somos?

Este texto es una autoscopía – mi propia mirada vuelta sobre mí mismo – pero es también una autofagia. Estas palabras me devoran. Hay aquí un silencio imposible de escuchar. Sólo, intoxicado de mí mismo. Corro detrás de fantasmas. Busco un antídoto que no es distinto del veneno. Ahora recuerdo al barón de Munchaussen. A punto de ahogarse en aguas del río, apela a sí mismo para rescatarse. Se toma de la cola de su cabello y tira con todas sus fuerzas hacia arriba con lo que logra levantarse por el aire. Él es su salvavidas. Él aporta su propio brazo solidario para evitar el naufragio. ¿No es impresionante? ¡Hágalo Ud. mismo! Self made man. El barón es autosuficiente. Él es su propia terapéutica. Pero el barón es mentiroso, es una parábola de la fantasía en etapa de reproducción neoplásica. Es una ser tumoral. Ignora que lo que muestra no es el dedo que lo señala. Nadie sabe lo que exhibe cuando oculta.

Escribir revela mundos monstruosos. Lejos de ser una estrategia para eludir lo real es un modo feroz para que la verdad te apriete la garganta hasta ahogarte en tus propias miserias. El lector asiste a esa escena brutal. Quien lee, te mira. Como un voyeur obsceno que goza del espectáculo de tu propia desnudez. Yo -a tientas- me toco con palabras hasta reconstruir mi propia imagen. ¿Estas allí, lector? Ahora te cerraré la puerta. Te agradezco y te maldigo. Por haber permitido que me vea, y por no haberlo impedido.

Un abrazo de tu amigo;

Daniel
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1 comentarios:

On 6/3/08, 11:51 , Angela dijo...

Tengo 24 años y estoy terminando la carrera de Medicina, finalmente, tras una crisis existencial de ningún modo vocacional) gracias a la cual hice un viaje al futuro y me vi a mí misma en esta situación, planteándome las mismas cosas que usted en su carta.

Leerla ha sido como recibir una confirmación de que voy por el buen camino.