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Callar, pintar...

Un hospital es siempre un sitio caótico. Un espacio habitado por imprevistos, desorientación y un sonoro silencio ficticio. Bajo esa aparente calma se ocultan pliegues de vértigo y confusión. Uno es allí siempre extranjero, cautivo de su atmósfera impersonal, ingrávida.

La habitación de Valentina era sin embargo luminosa y amplia. Desde sus ventanales podían verse con claridad las copas de los árboles y un fragmento de cielo deliciosamente recortado por los límites de la ventana. La cama, inusualmente alta, protegía mediante dos barandas metálicas el cuerpo de la enferma que la ocupaba. La cabeza con el cabello recogido, el rostro limpio y adormecido, las colchas dobladas con precisión artesanal. El brazo derecho se extendía por fuera de las ropas y desde él partían o llegaban una serie de cánulas conectadas a tres frascos pendientes de un pie metálico. El conjunto resultaba armónico, fatalmente sereno y, tal vez por ello, siniestro.

Su esposo descansaba sentado sobre un pequeño sillón absorto en sus pensamientos o en las proximidades del sueño. Joven aún y vestido con elegancia pero sin ostentación respiraba sonoramente aunque sin esfuerzo. Algo - no sabría especificar qué - delataba cansancio pero no agobio, una fatiga inscripta en el cuerpo que le llegaba desde un tiempo inmemorial como si siempre hubiese estado allí.







La entrada del médico produjo efectos inmediatos. Un sobresalto en el hombre que abrió sus ojos y se puso de pié en un único acto y un trémulo estremecimiento en la mujer, algo menor apenas perceptible.
Seguido por una asistente madura y obesa el doctor se acercó a la enferma. La observó, tomó su mano, miró el complejo sistema de tubos que salía o ingresaba en su cuerpo y rápidamente fijó su mirada en el marido.

- Me han informado que ha decidido llevarse a su esposa a casa. Vine a discutir ese tema con usted.

- Creo que ya lo hemos discutido doctor.

- Hemos hablado del estado de salud de Valentina, de sus posibilidades, pero en ningún momento de sacarla del hospital.

- Yo no encuentro los límites entre un tema y otro.

- Pues yo sí, y muy claramente.

- Sus fronteras no son las mías doctor. Le agradezco su preocupación pero nuestros criterios no coinciden.

- Valentina morirá en su casa, en poco tiempo.

- ¿No sucedería eso también si se queda en el hospital?

- Si, pero más tarde, y en otras condiciones.

- No creo que a ella le interesaran ninguna de las dos cosas.

- ¿Va a decidir Ud. por ella?

- ¿Hay otra alternativa? O cree que Ud. está en mejores condiciones para hacerlo sin haber escuchado jamás su voz, sus creencias, sus deseos.

- Dispongo del conocimiento que me permite evaluar la situación de un modo más objetivo. Puedo abstraerme de sus emociones y evaluar el caso con neutralidad.

- Se lo agradezco sinceramente doctor pero no estamos interesados ni en su objetividad ni en su neutralidad. No ahora, no en estas circunstancias.

- ¿Qué le ofrecerá en su casa que acá no tenga?

- Un lugar habitable, una historia, la intimidad y la dignidad de despedirse en un espacio que ha sido el suyo.

- ¿Si se trata de confort?

- No se trata de confort.

- ¿Si quiere recibir más visitas?

- No se trata de visitas.

- ¿Podemos solicitar un subsidio para solventar los costos del tratamiento?

- No se trata de costos.

- Lo comprendo aunque no lo justifico. Estamos empeñados en un combate frontal contra el mal que padece su esposa. La enfermedad y nosotros en una lucha cuerpo a cuerpo. Valentina es simplemente el campo de batalla.

- Son esos justamente los argumentos por los que nos vamos a casa. No estoy dispuesto a convertir a mi mujer en campo de batalla si ello no implica una posibilidad razonable de vencer.

- Entonces haré los arreglos y le dejaré una forma de contacto ante cualquier eventualidad. Puede contar con nosotros cuando sea necesario.
El médico y su asistente se retiraron.

La esclerosis múltiple es una enfermedad desmielinizante, neurodegenerativa, crónica y no contagiosa del sistema nervioso central. Es, tras la epilepsia, la enfermedad neurológica más frecuente entre los adultos jóvenes. Puede presentar una serie de síntomas que aparecen en ataques o que progresan lentamente a lo largo del tiempo.


Hacía 25 años que estaban juntos. Las cosas se sucedieron naturalmente, casi sin proponérselo. La primera casa: austera pero confortable. El primer hijo: deseado y recibido con alegría. El trabajo: liso, blando, sin sobresaltos. El país: rugoso, áspero, imprevisible. Las vacaciones: regulares, pero sin entusiasmos.
Fernando pintaba desde la adolescencia. Tenía afinidad por la luz y una mirada infrecuente lo que le permitía producir imágenes extrañas y perturbadoras. Podía ocupar todas sus noches encerrado ensayando perspectivas y mezclando colores. En ese pequeño espacio encontraba una rara inquietud que lo rescataba de la indiferencia de todas las cosas. No pocas veces se avergonzaba de esa sensación. Entonces decidió callarla, incluso para sí mismo. Vivía la experiencia pero jamás reflexionaba sobre ella.

Valentina pudo, pero no quiso, ingresar a ese universo.

Tampoco esto le ocasionó mayores angustias. Supo, que para siempre, ese sería su reducto personal, íntimo. Le resultaba imprescindible pero nunca sintió la necesidad de compartirlo ni de ocultarlo.

Al poco tiempo de vivir juntos recibió el pedido de su mujer como si lo estuviese esperando. No opuso resistencia. Sospechó que era un hecho trascendente y que algo torcería su rumbo de manera definitiva desde ese momento. Pero lo aceptó con fatalidad y una sorda resignación. Supo que algo callaba para siempre pero no pudo nombrarlo.

Invirtió todo un domingo en guardar sus implementos en cajas de cartón y proteger con diarios viejos las obras ya finalizadas. Tiró a la basura los bocetos y varios intentos abandonados hacía tiempo. La minúscula habitación de la terraza se convirtió en sala de planchado. Un olor a ropa húmeda y un calor pegajoso lo expulsaron de allí durante los últimos 22 años. No había por que volver y no volvió.

Los primeros dos días con Laura en casa se sucedieron con relativa calma. Ella permanecía sumergida en un letargo ausente. Había que fijar la atención con mucha intensidad para percibir algún signo de vida en su cuerpo. No se quejaba, pero eso hacía que tampoco emitiera el único signo de comunicación con el mundo. Fernando no supo que era peor. Permaneció a su lado pasivamente, de día y de noche. Comió, durmió y recordó a su lado. Ni la enfermera ni su propio hijo lograron alejarlo de allí en ningún momento. No podría decirse que lo movía un sufrimiento atroz. Tampoco una indiferencia ciega. Sintió que debía permanecer allí y allí estuvo.

Al tercer día subió al cuarto de planchado para regresar más tarde con un atril de madera envejecida y dos lienzos amarillentos. Los ubicó frente a su mujer de manera que recibieran toda la luz que provenía directamente desde la ventana. Enjuagó pinceles y ablandó los pomos de pintura. Tuvo que descartar la mayoría por inservibles pero logró reunir una cantidad suficiente. Se detuvo un largo rato observando la escena antes de comenzar a dibujar con carbonilla negra sobre la tela. Desde entonces no se detuvo más. Pintaba y dibujaba durante horas sin emitir sonido y mirando a su mujer sólo cuando el dibujo lo requería. Cada dos o tres días, según el caso, consideraba finalizado un cuadro y lo ubicaba debajo de la ventana. Lo observaba con atención, “clínicamente” y dejaba una pequeña esquela debajo del lienzo con observaciones. “Está perdiendo expresión en el rostro” o “ahora se observan claramente signos de adelgazamiento” o “desde el Jueves no mueve los labios” o cosas por el estilo. Luego se dormía en el sillón sin otros comentarios.

Fue necesario que la enfermera y su hijo se ocuparan de proveerlo de insumos para su tarea. No tenía que solicitarlo, ellos inventariaban las reservas cada día y se ocupaban espontáneamente de reponer lo faltante. Ninguno de los dos logró, y no por que no lo hayan intentado, establecer una conversación con Fernando. La única vía de relación parecía restringirse a sus escuetas observaciones escritas al pié de cada obra. Fuera de eso, silencio, sólo silencio.


No existe cura y las causas exactas son desconocidas. Se cree que en su progreso actúan mecanismos autoinmunes. A causa de sus efectos sobre el sistema nervioso central, puede tener como consecuencia una movilidad reducida e invalidez en los casos más severos.


Su hijo repartía su dolor entre la figura inerte de su madre y la ausencia sombría de su padre. Sintió que ese hombre sufría, aunque no supo exactamente por qué. Siempre había tenido una sensación semejante respecto de Fernando. En realidad aquella distancia sorda que hoy los separaba no era muy distinta de la que siempre había percibido. Sin embargo no sentía ahora, ni lo había sentido nunca, resentimiento o rencor. Más bien esto generaba en él una solidaridad y una piedad infinitas hacia su padre. Jamás pudo explicarse los motivos y nunca le resultó importante hacerlo.

Supo esta vez, como tantas otras, que algo secreto y silencioso lo unía firmemente a ese hombre. Sintió el mudo lenguaje con que su padre le hablaba, el mismo con que le había hablado siempre. Entendió, esta vez con una brutalidad aún mayor, el código con que Fernando lo amaba. Ese amor inefable y visceral con que un hombre ama a un hijo. Sintió otra vez en la punta de los dedos la fuerza con que él lo tomaba de la mano al salir de la escuela. Volvió a sentir el estremecimiento con que aquella presión y aquella piel lo hacían sentir protegido, inmortal, invulnerable.Tampoco ahora necesitó palabras, y no las pidió.
Desde que abandonó la casa paterna para instalarse solo en un pequeño departamento la falta del padre lo acompañaba a diario. Periódicamente lo esperaba a la salida de su trabajo y caminaban juntos, casi sin pronunciar palabras, el largo camino de vuelta a casa. Ambos se sentían reconfortados, los dos entendían que era suficiente y no se reclamaban más.

Cada noche el hijo ingresaba en la habitación y besaba a su madre en la frente. Prolija hasta la exageración, peinada, frágil, olía a lavanda y a muerte. A Fernando lo abrazaba deteniéndose largamente y le retorcía el pliegue del codo en un gesto que venía desde su infancia y que sabía que a él el molestaba pero aún así recibía con agrado. Luego recorría la galería de cuadros en busca de alguna nueva "nota clínica” de su padre. Si la encontraba hacía comentarios encendidos y alababa la suspicacia de Fernando para detectar pequeños cambios que a él le resultaban por completo imperceptibles. Cuando alguna duda aparecía respecto de aquellos signos Fernando se acercaba al cuadro y lo señalaba con la punta del pincel. Entonces su hijo regresaba con la mirada hacia su madre y, ahora sí, reconocía aquello que el cuadro mostraba.

Sabía que el fin de Valentina era inminente y vivió la situación como una prolongada despedida. Hizo los arreglos con anticipación como para que la muerte no resultara un imprevisto. Programó la escena mil veces con la idea de evitar que al dolor por la pérdida se le sumara el fastidio y la desorientación por los trámites.
No pocas veces durante aquellas semanas se paseó delante de la galería de cuadros y constató en la memoria de la imagen el progresivo deterioro de su madre. Aquello resultó un procedimiento implacable para impedir que la lentitud con que las transformaciones aparecían las tornara imperceptibles. Bastaba con recorrer la hilera de telas para enfrentarse a un testigo brutal de la degradación que sufría ese cuerpo agónico y vacío.

Fernando se fue encendiendo con la pintura. Cada vez era más notoria la pasión y la energía que ponía en ese trabajo. En el cuerpo y en la cara, en la tensión extrema de su cuello y en la desmedida apertura de los ojos se fue instalando un hombre desconocido. Su hijo siguió con atención esa metamorfosis, la leyó signo a signo y fue feliz sin desligarse del drama. Contradictorio y culpable algunas noches hubiese necesitado hablar de ello con alguien, ver la situación reflejada en el espejo de otro. Pero no supo con quien.


Los orígenes de la enfermedad son desconocidos.
El daño a los axones y la pérdida irreversible de las neuronas aparecen muy pronto en el transcurso de la enfermedad. Los síntomas de la esclerosis son causados por lesiones múltiples en el cerebro y la espina dorsal y pueden variar mucho entre individuos, dependiendo de dónde ocurran las lesiones.


Valentina era cada día más un espectro. Ningún rastro de lo que había sido. Poco a poco abandonó su cuerpo que se convirtió en una cáscara ajena y hueca sobre la cama. Los cuadros que Fernando pintaba dieron cuenta de aquello con una contundencia reveladora. Bastaba mirarlos para conmoverse, para tomar conciencia del modo en que ese cuerpo se despojaba de Valentina hasta no contenerla en absoluto. Finalmente, nada en él recordaba a su mujer. Nunca supo hacia donde se había ido pero estuvo seguro que ella ya no estaba allí.

Observó el último retrato parado a poca distancia de la tela. Se acercó aún más y registró los detalles de su rostro. La piel, ahora oscura, adherida a los huesos. El cuello con el relieve acentuado de cada músculo, cada tendón. Los ojos retraídos, minúsculos en el interior de unas órbitas desmesuradas. La boca pálida y con las comisuras de los labios fatalmente caídas. No miró a Valentina directamente. Sólo tomaba conciencia de sus transformaciones a través de los cuadros. Ellos fueron los únicos intermediarios entre ese hombre silencioso y su agónica mujer.

Tuvo un pensamiento fugaz que aniquiló de inmediato, como siempre. Pensó que su pintura era un lenguaje, un medio de aproximarse a aquella mujer lejana. Un procedimiento eficaz para que ella ingrese en él. Pensó que al fin había encontrado una forma de establecer contacto. Pensó que ya era irremediablemente tarde, que ya era inútil. Y no pensó más.

La noche del lunes se sintió excitado con su propia obra. No pudo dejarla, no sintió cansancio, no pudo dormir. Se detuvo largamente a pintar los pliegues de las sábanas con una intensidad inusual. Los trazos de su dibujo fueron más gruesos y más brutales. Por primera vez pintaba de noche, con luz artificial. La imagen resultó especialmente tétrica, nocturna. No pudo alejarse del atril, se sentía adherido a esa superficie, magnetizado a ella. A medida que los colores se fueron terminando se vio obligado a emplear únicamente negros, marrones y azules sobre un fondo blanco y deslucido. Se negó la pausa para preparar nuevas mezclas.

En varias ocasiones percibió los brazos de su hijo sobre sus hombros. Primero delicados, amistosos. Luego el sacudón frenético con el que agitaban su cuerpo. Una y otra vez. Nada pudo separarlo de aquella tela. No permitió que nada ingrese en él.Las puertas de la habitación se golpearon varias veces. Voces. Luces. Algo giró enloquecido a su alrededor. No pudo medir el tiempo. No quiso averiguar por qué. Pintó las sábanas sacudidas, al aire. Flotando suspendidas sobre la cama. Se detuvo en ellas, en su lento caer, en el demorado vuelo de su blancura. Transpiró. Sintió la excitación y la furia. Se sostuvo con su cuerpo mástil durante la tormenta. Finalmente, sin saber cuanto tiempo había transcurrido, se separó del cuadro. Lo tomó entre las manos con más cuidado que nunca. Lo depositó en el suelo siguiendo la larga hilera de su galería. Se alejó apenas. Lo miró asombrado.
Vio el dibujo perfecto de la cama, las ropas suspendidas, la almohada en el suelo. Buscó con desesperación. Hubiese querido introducirse entre las imágenes para seguir buscando. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas frente al cuadro. Miró aquella cama vacía. Se sostuvo la cabeza con las manos sobre las sienes y se dejó invadir mansamente por la ausencia.

La esquela que dejó al pie del cuadro decía esta vez: “Ella ya no está allí”.

Momentos después se incorporó y se dirigió hacia la ventana. Escuchó ruidos de autos, puertas que se cerraban, motores. Miró hacia abajo y vio a su hijo junto a otras personas mientras subía a uno de esos coches. Se alejaron lentamente hasta desaparecer sobre el fondo borroso de la calle.

Cuando su hijo regresó a la casa lo encontró bañado y afeitado esperándolo en la sala. Se puso de pie y se acercó sin decir palabras. Lo abrazó enérgicamente. Lo retuvo contra su cuerpo y permitió que él dejara caer la cabeza sobre sus hombros. Le acarició el pelo con la mano abierta y firme. Se separaron y Fernando guió a su hijo en dirección a la cocina tomándolo del brazo.

- Te preparé la cena. Tenemos tanto de que hablar...


Daniel Flichtentrei
Enero 2006
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