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Culotopía

“Para salir de este lugar es necesario no haber entrado jamás”.

Lo dice enfáticamente, exhibiendo sin pudor los espacios vacíos que le han dejado dos o tres dientes que ya no están. Hace dos años que está encerrado acá. Me guía como un cicerone en los infiernos. Me ha adoptado.

“A esta pocilga te la llevás puesta. Aunque te sacudas como un perro pulgoso, esta mierda te quedará impregnada en la piel y en la cabeza”.

Le hace una seña con la cabeza al policía. Ingresamos. El sargento correntino que me abre la puerta empuja un par de cuerpos que duermen sobre el piso. Los desplaza con su borceguí derecho sin mirar hacia abajo. Sabe, pero no le importa, quienes son. Los mueve como a un obstáculo inerte, como a una cosa.







La pared lateral está completamente surcada por varios niveles de sogas desde la que cuelgan camisas, toallas, pantalones, trapos. Todos de un amarillo ictérico, enfermos. Algunas de las personas que permanecen acostadas corren esas ropas como a una cortina para asomar sus cabezas con curiosidad.

Al frente hay dos hileras de camas con tres niveles cada una. Sobre el piso otros cuatro colchones delgados con signos de la misma enfermedad. Sobre cada uno de ellos cuerpos y más cuerpos. Algunos se mueven otros persisten en un letargo indiferente.

A la izquierda, desde unos 50 cm del piso y casi hasta el techo: fotos, recortes, dibujos, frases. Nadie ocupa ese espacio donde se exhiben las marcas que el mundo que han dejado afuera ha dejado en ellos. Hay un respeto evidente que - pese a la notoria carencia de lugar – se hace explícito en la preservación visual de ese sector. Es caótico y diverso, pero la mirada queda atrapada por esa pared tan elocuente.

Dos calentadores sucios, reparados con cinta adhesiva y alambre. Dos pavas ennegrecidas a tal punto que ya no es posible reconocer el material con el que alguna vez fueron hechas. Mates, tres. Uno boca abajo y con una rajadura que surca la totalidad de la circunferencia de su calabaza. Un diario extendido sobre el piso. Aún puede leerse - interrumpida por montículos de yerba descolorida - la frase: “Chicago se juega en Mendoza”.

A una altura insólita y de un tamaño tan reducido que la hace inútil, una ventana con rejas negras. De ellas cuelga un hilo grueso, de él dos rollos de papel higiénico y un cepillo.

Asoman desde debajo de las camas cinco o seis naipes ajados, deformes. Una mano cuelga rozando el suelo. Llega desde un cuerpo cubierto hasta la cabeza. Periódicamente el brazo se balancea y luego vuelve al reposo.

Mediante un esfuerzo de imaginación podría pensarse que entran en este cuarto seis personas. Lo habitan once. Las 24 hs de cada día. Como un planeta superpoblado y sucio al que sus habitantes se han adaptado hasta no verlo.

“No te acostumbrás, te resignás, y no es lo mismo” Las I o las E se acompañan de un silbido musical que produce el aire al atravesar a gran velocidad los desfiladeros de su boca.

“¿El límite? ¿Vos decías qué otra cosa deberíamos perder para que esto fuera peor que la muerte? Mirá, mira a tu alrededor. Es tan poco lo que tenemos. ¿Qué más podríamos perder?”

Se miran. Hay una pausa de silencio. De a una las miradas confluyen en un punto. Unas guiadas por las otras. Sus cabezas giran hacia el mismo lugar. Sin palabras, acuerdan. Han votado mediante esa democracia de los ojos.

“Ese culo hermano es lo que nos mantiene vivos. Es como nuestro santo protector, como una virgen. Lo mirás y te da fuerzas. Todo, pero lo que se dice TODO, está allí.”

Dos chinches lo sostienen contra la pared. Es una doble página central del diario Olé.

Es cierto, se destaca de todo los demás aunque no es más grande, ni más colorido.

Es cierto, ese culo es un mundo. Pura potencia. Es una promesa. Ese culo es una utopía.

Es cierto, TODO está allí. ¿Qué más podrían necesitar?


Daniel Flichtentrei, 2006
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