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La Sed

“…se ha cortado la lengua para no revelar unos secretos que no conoce” Fuegos, Marguerite Yourcenar

Es ridículo, pero desde que lo conozco he sentido la tentación de pesar una de sus manos. Hago apuestas conmigo mismo acerca de cuál podría ser su peso. Son enormes, de una consistencia mineral. Son verdaderas herramientas, artefactos completamente adaptados a una función. Deben tener el peso de uno de mis brazos completo.

No importa cual haya sido tu historia, de que lugares provengas o cuál sea tu lengua: acá sos pura fisiología. Resulta imposible obtener más datos que los signos vitales o la codificación de un diagnóstico cuando se consulta acerca de una persona. El entorno te reconstruye. La institución te amputa el pasado, te recorta el presente, te clasifica y te define como si supiera lo que está haciendo. Yo, soy un experto en esas tecnologías.







Tres noches y dos días pasó Aurelio recibiendo su cuota de aire a través de un tubo. Un tentáculo le profanaba la boca mientras desde el otro extremo algo - que semejaba un animal - le insuflaba el tórax. Con enormes bocanadas de oxígeno le demoraba la muerte. Una multitud de sonidos - cuyo origen nunca es claro - recordaban la naturaleza rítmica de lo vivo. Yo, soy un experto en esas tecnologías.

Apenas salió el sol del cuarto día su ojo derecho se resistió al sueño químico que lo sujetaba. Dos horas más tarde Aurelio estaba sentado en su cama. Le retiré los tubos y le ofrecí un mate. El primer sorbo fue corto y repentino. Contrajo la boca y lanzó un escupitajo. “Dulce” fue todo lo que dijo, y fue suficiente.

- ¿Hoy también te toca quedarte?

- Si, pero sólo por la noche.

- ¿Por qué no abren las ventanas?

- No lo sé, siempre estuvieron así.

Abrió los ojos completamente. La luz le resultaba imprescindible. Una rara forma de
sed.

- Creo que volverá a pasar ¿no es verdad?

- Puede ser.

- Yo estoy seguro.

- Yo también.

- Esto se va terminando.

- En tus visitas anteriores me dijiste lo mismo.

- Pero esta vez lo creo.

Es la cuarta vez que se interna en el último año. Cada vez que se va le recomiendo que permanezca cerca, que venga a los controles semanales. Nunca lo hace. Vuelve al pueblo, al caserío rural donde vivió los últimos 71 años. No tiene luz, ni teléfono, ni tantas otras cosas sin las que un imbécil como yo no sobreviviría 24 hs. Una rara forma de sed.

Cuando la respiración se le hace tormentosa, reparte sus animales entre los vecinos y se toma el bus hacia la capital. Viaja 14 horas buscando un aire que las ventanillas ya no le pueden dar. Finalmente se derrumba en la sala de guardia del hospital.

- Más tarde, cuando vuelvas, tengo que hablar con vos.

- No sé si podré seguir despierto hasta entonces.

- Será corto, apenas unos minutos.

- Entonces tal vez sea posible. Pero no empieces con tus historias de ovejas, ya me las contaste todas.

Me tomó del brazo. Adelantó su cuerpo hasta acercarse todo lo que le fue posible.

- Traeme un cigarro. He visto que otra vez me los quitaron.

- Ni lo sueñes.

Esa noche encendió la luz apenas ingresé en la sala. Es posible que reconozca a las personas por el sonido de sus pasos o por el olor. Toda la vida ha empleado sus sentidos de un modo que yo no logro imaginar.

- De los cigarros ni hablar, ¿no?

- No

- El Roberto, ¿está afuera?

- Si, acabo de verlo dormido sobre un banco cuando llegué.

Se incorporó apoyando la espalda como para una larga conversación. Bajó los ojos.

- ¿Sabés por qué se llama así?

- No

- Era el nombre del patrón. La madre creyó que había que llamarlo de ese modo.

- ¿Un homenaje?

- Algo así.

- ¿Y lo merecía?

- No, siempre fue un hijo de puta.

- Entiendo

- Cuando tenía seis meses se lo llevé para que lo conozca.

- Un honor

- ¿Para quién?

- Para él claro. ¿Todavía vive?

- No, hace más de 30 años lo encontraron muerto en el galpón.

- ¿Y aún lo recuerdan?

- No hay más remedio. Llevan su nombre la escuela, la estación del tren, la plaza.

- Me voy a dormir. Al menos esta vez no me hablaste de ovejas.

- ¿Entonces me vas a negar un cigarro?

- Sí

Nunca hay silencio en una sala de cuidados intensivos, pero luego de un tiempo dentro de ellas el estruendo se hace inaudible. Hay una escucha selectiva, sólo distinguís los sonidos que implican alarma. Algo así me contó Aurelio sobre las noches en el campo.

A las 3,45 me despertaron unos pasos cuyo significado ya conocía. La enfermera se detuvo frente a mí, en la oscuridad. No habló. No era necesario.

Aurelio estaba desnudo y buscaba aire con desesperación. Había tirado las sábanas y la ropa al piso. Me tomó del brazo con una de aquellas manos desmesuradas.

- Tranquilo, ponete esta máscara y respira dentro de ella.

En pocos minutos se serenó parcialmente. Lo suficiente como para percibir mi gesto reclamando instrumental a la enfermera.

- ¿El tubo?

- Es posible, veremos.

Entonces me miró a los ojos. Apurado. Como si el tiempo para hablar fuese cada vez más corto. Una rara forma de sed.

- ¿Sabés como murió el patrón?

- No. ¿Justicia divina tal vez?

- Lo encontraron con la cabeza destrozada cerca de su propio caballo.

- ¿Una patada? Con los caballos nunca se sabe.

- Es lo que dijeron en el pueblo.

Se sentó con las piernas colgando. Se lo veía mejor, aunque yo estaba seguro de que eso no duraría mucho. Pensé en volver a dormir pero supe que me llamarían rápidamente.

- Dame un cigarro

Miré a la enfermera. Buscó en su bolso y le ofreció uno. Aurelio lo encendió y fumó en silencio durante algunos segundos. Exactamente hasta que ella se fue.

- El Roberto siempre estuvo muy orgulloso de su nombre.

- Me imagino

- La madre, ella le puso esas ideas en la cabeza.

- Son opiniones.

- Le llevaban flores, él y la María, todos los aniversarios.

- Que sensibles ¿no?

Apagó el pucho en el piso. Comenzaba a respirar con dificultad otra vez pero se negó a colocarse la máscara que le ofrecí. Abrí la ventana. Nunca supe por qué.

- Al pobre caballo lo sacrificaron por la mañana.

- Así son las cosas. Alguien tiene que pagar. Tranquiliza.

Hablaba con las intermitencias que le imponía la búsqueda de aire. Concentrado en decir lo que quería lo antes posible y del modo más claro.

- La cabeza del patrón quedó completamente hundida. Como si fuera de goma.

- Suele ocurrir.

- Con una pala le pegué. Justo acá, donde termina el ojo, en la sien.

Cuando no sé qué decir, me muevo. Me puse de pie. Asomé la cabeza por la ventana.

Registré la noche como si buscara algo. No quise mirarlo. No fue necesario.

- Tenía que contárselo a alguien. Alguna vez.

- Entiendo. Y me tocó a mí.

- Le mostré al Roberto. Le dije que se llamaba así por él.

- Se habrá conmovido el hombre.

- Ni se dio vuelta.

- ¡Insensible!

- Yo lo tenía en brazos. Temblaba.

- Imagino ese momento.

- ¡Será un negro de mierda! Otro bruto, como vos.

- Una maravilla el patroncito.

- Puse al chico sobre la paja, lejos de las patas del caballo. No vaya a ser que lo lastimara.

- Hombre prudente.

- A la María la estrené yo, cuando tenía 13 años. Gritaba como loca. Linda paisanita.

- ¿Eso te dijo?

- Ni una queja hubo. Cayó como una bolsa de papas.

Aurelio se agitaba con mayor intensidad. La enfermera me miró. Le señalé el catéter que ingresaba a través de su brazo. Cuando estuvo convenientemente dormido le inserté el tubo.

A las 6,30 los pasos sonaron de un modo diferente. Me levanté antes de que llegaran hasta los pies de mi cama. Ella salió delante de mí.

Le destapé la cara. Tomé su brazo y le saqué las tubuladuras. Sostuve su mano sobre la mía. La balanceé unos segundos, como pesándola.

- Roberto, despertate.

- ¿Sufrió?

- Creo que no. Ni se dio cuenta.

- Siempre fue un tipo callado pero me dio todo lo que pudo. Yo no necesitaba más.

- Un gran tipo. Yo también lo quise mucho.

Roberto se sentó en el suelo. Recogió sus rodillas y las abrazó con ambos brazos. Me miró, desde abajo.

- ¿Sabe por qué me llamo Roberto?

- No, ni lo imagino.


* Daniel Flichtentrei, 2006


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