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Mirar/nos (para no ver)

Las diferencias entre hombres y mujeres han desvelando el pensamiento del hombre desde la más remota antigüedad. Esa fascinación originaria se instaló definitivamente en el mismo momento en que, concientes de lo que los separaba y de la inevitable unión de la que no podían escapar, los humanos habilitaron a la sexualidad como tema.

Se define a la “fascinación” como aquello que captura la mirada hasta el punto en que esta no puede apartarse de él.

La descripción de cada uno de los más minúsculos aspectos sobre los que se funda la diferencia parece no agotar la búsqueda de nuevos motivos para investigar originando una serie infinita que intenta construir el repertorio promenorizado de esa distinción. La curiosidad y el interés, dentro y fuera del espacio de la ciencia, son insaciables. Tal vez alguien debería interrogarse no sólo sobre las cuestiones que esa curiosidad plantea sino acerca de los oscuros senderos que le dan origen.

Dice Pascal Quignard: “Llevamos con nosotros el trastorno de nuestra concepción... No hay imagen que nos afecte que no recuerde los gestos que nos hicieron... Venimos de una escena en la que no estuvimos...La humanidad no deja de surgir de una escena que enfrenta a dos mamíferos macho y hembra cuyos órganos urogenitales, a condición de que la anormalidad se apodere de ellos, desde el momento en que se han vuelto claramente deformes, se encajan...El hombre es aquél a quien le falta una imagen”

La tarea de desocultar esas diferencias, una vez desencadenada, jamás alcanza su objetivo. Hoy el discurso legítimo proviene de las ciencias y es allí donde se gesta la palabra autorizada. Construir conocimiento despojado de las nieblas del deseo y la subjetividad, hacer “natural” cada fenómeno, desinvestir de misterio y de espanto lo que nos hace hombres o mujeres es una pretensión legítima pero, tal vez, al mismo tiempo es un sueño ingenuo.

Si la serie infinta de conocimiento no alcanzara nunca a describir la totalidad del objeto, si el pormenorizado y molecular entramdo de los sexos no resultara suficente para atraparlos en su discurso. Si las cosas fuesen fatalmente de este modo, entonces, sospecho que eso ocurriría por poderosas razones que ignoro y por secretos temores que comprendo.

Las investigaciones se multiplican en su afán de objetivar, registrar, documentar aquellas distinciones entre hombres y mujeres. Definirlas, localizarlas, desocultarlas es también un intento por conjurar el misterio originario. Establecer el pormenorizado repertorio de la diferencia contribuye a comprender sus aspectos particulares y a extender la secreta impresión de que las verdaderas preguntas nunca podrán responderse, desde el momento en que aún no nos hemos atrevido a formularlas.

Daniel Flichtentrei
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