Para qué engañarme, no hay más muerte que la mía. Nada que no me tenga en el centro mismo de la escena podría capturarme de un modo tan fatal. La muerte (mía) petrifica. Me deja “estupefacto”. Es decir, reúne mi inmovilidad y mi estupor.
Ante el abismo sólo es posible retroceder o abismarse. Pero nadie, nunca, pudo no ir hacia allá. Y, hacia allá, no hay nada.
Puedo verme, ahora mismo. Absurdo, patético. Tiemblo. Reprimo la náusea ante los ojos perpetuamente abiertos del cadáver. Helado.
La muerte me devolverá a la vida de los otros, de donde, finalmente, he venido.
Pienso - han pensado – en Orfeo, que prohíbe mirar hacia atrás; en Medusa, que prohíbe mirar hacia delante. Hacia el impensable abrazo del que venimos, hacia la repugnante oscuridad que nos espera.
Navego a tientas entre dos puertos: el útero de mi madre y el cadáver que voy siendo. ¿Qué más podría hacer que añorar lo primero y temer lo segundo?
Vengo, demorando la eternidad. Voy, cocinando visiones que crean lo que ven. Vine - entre estruendos y silencios - insinuando las cosas que no pude nombrar. Fui, enviando mensajes destinados a perderse.
Ahora, me dispondré a morir. Desataré los hilos del deseo. Libre, vacío, sin pasado. Hundiré mi cabeza en la lúbrica vagina del tiempo. Entonces, por fin, ya no tendré nada que no tenga. Entonces, al fin, habré accedido al lugar que me complete.
Me ubicaré en el estrecho espacio que media entre dos palabras. Allí, donde no hay nada. Allí, donde narra su historia sin final un alfabeto sin sonidos.
Entonces le levantaré la falda a la puta muerte y hurgaré entre sus vísceras hasta dar con la palabra que la nombre.
Voy a escupirle los ojos, arrancarle la lengua, cortarle las tetas, pisarle los dedos. Por que la muerte es hembra. Por que tengo derecho a matarla. Por que ha sido ella quien me confinó a esperarla, idiotamente, aquí, en el país de las cosas perdidas.
Daniel Flichtentrei, 2006
0 comentarios: