
También - es cierto - ha dado con la patética vulgaridad del macho. Con su pesada carga genital, esa que lo empuja hacia el centro de la tierra, hacia lo rudimentario y lo pedestre. Desde su repugnante torso velludo, desde la urgencia brutal de su embestida pélvica. Hacia la carcajada sonora y la mueca simiesca. Hacia su eterno estacionamiento paleolítico. Hacia su bárbara naturaleza testicular.
Entonces, erguida sobre el suelo lácteo de sus propios pechos, nos miró desde el aire, liviana y sutil, pero indudable. Que primitivos nos hizo esa mirada. Que silvestres y animales. Que rotundos y concretos. Esa mirada no mira, hace ver, des–vela, des-nuda, des-duda.
Su ojo es hembra. Ojo vaginal e implacable. Ojo demonio. Ojo náutico. Ojo líquido. Ojo andaluz. Ojo hemático, menstrual. Ojo asesino de mujer dormida.
Hay instalado en lo más profundo de su soma - es decir afuera, expuesta a los ojos del mundo - toda la irresistible atracción de la perfecta máquina reproductora. Sus estremecimientos tectónicos se dibujan con sonidos de sirena sobre las blandas llanuras de la carne.
Yo, atado al palo mayor, lucho inútilmente por alcanzar el goce de mirarla sin morir como un insecto aplastado bajo el frágil peso de su cuerpo. Lucho, idiota, como si eso fuese posible. Resisto, absurdo, como si no fuese contradictorio. Sueño, como si fuese real, con acceder a ella sin disolverme en el encuentro.
Ahora que la veo, ahora que percibo en un solo instante y sin preguntas la hipnótica sustancia de que está hecha. Ahora, cuando ya no importa. Ahora, cuando es irremediablemente tarde, comprendo, como en una súbita iluminación, el absurdo brutal de tres mil años de ingenuo culto a la razón.
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