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Objeto muriendo calle arriba.

“Pero yo nunca pretendí decir la verdad a nadie, en parte porque de nada sirve, y en parte porque no la conozco” Fernando Pessoa.


Hubo un tiempo en que la verdad tenía algún significado. Hoy resulta tan absurda esta afirmación, luce tan ridícula que nadie se animaría a pronunciarla. Pero la historia es eso, tan sólo eso. Una sucesión ordenada de ingenuidades que el tiempo ha ido acumulando y sobre las que se asienta el frágil presente.

He visto, aunque muy aisladamente, a ciertos personajes circulando erráticos por los suburbios. Ancianos, sucios, andrajosos, su aspecto expulsa la mirada. Caminan con una lentitud exasperante por calles casi desiertas. Arrastran con la escasa energía de sus pobres cuerpos un precario vehículo de dos ruedas al que apenas logran mover. Envuelto en bolsas y cuidadosamente apoyado sobre el piso del carromato transportan un objeto con algo en la escena que evoca al rito funerario. No se anuncian de viva voz. Circulan en silencio mientras puertas y ventanas se cierran a su paso. Solos, miserables, horrendos, parecen espectros andando sin rumbo y sin motivo.







Nadie logra imaginar que pretenden. Todos sin embargo presienten el hedor de la tragedia. Cierran sus casas, esconden los mansos ojos de sus hijos, gritan o aumentan el volumen de los artefactos para silenciar el áspero troc - troc de las ruedas de madera girando sobre la calle. Clausurados, no ven y no escuchan. Algunos sienten el deseo de acercarse. Incontrolable y loca, la poderosa seducción de los abismos.

¿Qué clase de objeto cadavérico transportan esos hombres?

Dicen los documentos, y lo dicen con la ruda lengua de los hechos, que en otro tiempo los había en casi todos los hogares, oficinas, establecimientos públicos, automóviles, bolsillos y bolsos.

Dicen que dijo en Praga un tísico melancólico que, incluso, cada persona lleva uno dentro suyo. El aseguraba haber escuchado el sonido que producen cuando la gente transita apurada las veredas mientras ellos se sacuden en su interior.

Tuvieron una función y por ello se difundieron tanto. Es imperativo reconstruir alguna de las coordenadas del pensamiento de entonces para que los hechos adquieran sentido. Resulta tan lejano y tan ajeno a nuestro modo de vivir, a nuestra perspectiva, que ofende al sentido común pensar que un objeto tan decididamente inútil haya resultado tan frecuente.

He recogido testimonios en los se le atribuye una carácter misterioso y un poder que no logro imaginar. Es curioso sin embargo que haya sido ciego uno de los fundadores de aquella insólita mitología. Reveladores, infinitos e inexpugnables fueron en aquellos tiempos tan remotos simultáneamente profundidad y superficie. El extraño espacio donde buscarse y el extenso territorio en el que perderse definitivamente.

Ahora que la constatación es un hecho ridículo, ahora que confrontar las ideas con los hechos es un acto repugnante, debemos forzar mucho la imaginación para reconstruir un tiempo tan imposible. ¿Qué buscaban aquellos hombres en sí mismos? ¿Qué perverso motivo los guiaba a intentar corregir sus impresiones para adecuarlas a lo real?

Ahora que la verdad es un residuo, basura putrefacta y artificio deleznable, ahora podemos respirar sin el ahogo constante de una idea tan opresiva. Ahora que nos erguimos sobre los conceptos sin vanas pretensiones de verdad. Ahora somos libres.

Hoy nos sostienen ideas funcionales, cuerpos de pensamiento completamente operativos. Instalados en ellas transitamos la existencia. Amor, revolución, psicoanálisis, arte, religión, qué sería de nuestros actuales fundamentos sometidos a la bárbara pretensión de la verdad.

Anoche me instalé en una pensión miserable. Un conserje soñoliento y sudoroso aceptó, sin mayores preguntas, asignarme la habitación con mejor vista sobre la calle. Un cuartucho oscuro y maloliente con un camastro despojado, una mesa inestable y una precaria silla de madera. Desde entonces no he podido salir de este encierro clandestino. Hace horas que miro el techo y escucho el crujido brutal de la cama cada vez que intento el más mínimo movimiento. Pienso pero no comprendo. Siento pero no puedo nombrar lo que me pasa. Recuerdo pero no logro convocar imágenes que den forma a mis memorias. Continuo extático y confundido sin permitir que mis piernas me conduzcan hacia ninguna dirección. Temo que ya no podré salir de este lugar. No podré hacerlo hasta que comprenda o, tal vez, ya no podré hacerlo jamás.

La verdad: qué idea tan extraña. Lo que la niega nos sostiene. ¿En qué oscuro precipicio habrá sumergido a los hombres la creencia en esa condición? Recuerdo la paloma del viejo Kant que soñaba con un vuelo completamente libre en el vacío. Ignoraba, como ellos, que sustentaba su vuelo la resistencia de la misma sustancia que se le oponía.

Permanecí sentado junto a la ventana desde el mismo momento en que me instalé en el cuarto. Tres o cuatro horas más tarde - no podría decirlo con precisión - escuché sobre el compacto silencio de la noche el troc – troc de un carromato acercándose lentamente bajo la noche lunar. Mi cuerpo adquirió una tensión desconocida y fue todo oídos. Un tiempo más largo del que hubiera imaginado demandó que aquél sonido se hiciera una silueta borrosa calle arriba.

He pensado largamente en los tiempos de la verdad y de las pruebas. No logro entenderlo en absoluto. Recuerdo un texto árabe en el que se describen una serie de actos incomprensibles realizados por un grupo de hombres. Recuerdo que se trataba del teatro cuyo concepto no existía en la cultura mahometana. Recuerdo la ironía del autor que lo contaba y la sospecha bastante bien fundada de que no es posible comprender sobre ideas de las que se carece.

Las pocas luces de las ventanas se fueron apagando a medida que la silueta se acercaba de modo que siempre discurrió entre sombras apenas salpicadas por gotas de mínima luz. A unos doscientos metros de distancia el vehículo se detuvo largamente. Percibí o intuí movimientos, una cierta convulsión que se agitaba a su alrededor pero que nunca pude comprender y permaneció como algo real pero sin significado para mi.

Luego retomó la marcha en dirección a mi ventana. Ingresó en mi campo de visibilidad y desde entonces pude distinguir claramente lo que ya conocía. Un viejo vestido con harapos tirando de un carromato de madera, un objeto envuelto con bolsas recostado en el piso, el sonido, ahora atronador, de las ruedas sobre la calle. Una inquietud dramática pero innombrable en el ambiente y en mí mismo. El resto se ocultaba tras una atmósfera de oscuridad, calor y silencio.

¿Qué será la verdad? ¿Qué idea maléfica encerrará ese concepto que hoy no logro atrapar? Es muy difícil desde aquí apropiarme, sin deformarla, de una idea que ya no puede nombrarse.

Cuando se abrió la puerta de la casa frente a la pensión dudé respecto de qué había percibido primero, el crujido terrorífico de la puerta o el chorro agónico de luz que dejó escapar al abrirse. La puerta nunca se cerró completamente con lo que la luz que salía a su través delimitó perfectamente un campo de visión, casi teatralmente.

El viejo se detuvo sin necesidad de que nadie se lo solicite. El hombre salió de la casa y se ubicó frente a él sin decir palabra. Los gestos parecían hablar por sí mismos en una lengua que yo ignoro.

El anciano arrastró con dificultad su cuerpo hasta la parte posterior del carro y empujó el objeto hasta pararlo completamente sobre el piso de la calle. El hombre inmóvil parecía temblar o agitarse de manera casi imperceptible, aunque no podría asegurarlo.

El viejo desarmó el envoltorio con extrema prolijidad apoyando bolsas, cuerdas y papeles sobre el piso del carromato hasta dejar aquel objeto desnudo expuesto frente al hombre inmóvil. Luego se retiró dando cortos pasos hacia atrás para desaparecer de la escena disuelto en el cono de sombras que rodeaba el escaso territorio de luz.

He encontrado una frase subrayada en un viejo libro de mi padre y que nunca pude comprender. Pese a ello ha resonado en mi memoria como si se tratase de una clave que, una vez descifrada, me habilitaría a entender a mi propio padre a quien ya no tengo, a quien nunca entendí:

“El error es más terco que la fe y no examina sus creencias” Marcel Proust.

¿Error? ¿Examinar las creencias? ¿De qué hablan? ¿Qué ha muerto que ya no recuerdo?

El hombre que tenía la cabeza mirando al piso comenzó a levantarla con lentitud como si el cuello resultara una máquina insuficiente para semejante tarea Una vez lograda la posición miró hacia aquella cosa directamente. La tensión de su cuerpo resultó evidente. Hubo un tiempo extático de observación intensa, de diálogo sordo entre el hombre y la cosa. Nunca pude registrar detalles del objeto ya que su figura me lo ocultaba por completo. Pude sin embargo constatar los efectos que sobre él se producían. Todo pareció aumentar en ese cuerpo en un crescendo que se aceleraba peligrosamente hasta anunciar la posibilidad de una implosión. Cuando ya me resultaba insoportable la visión de aquella escena, cuando comenzaba a sufrir en carne propia la devastación de lo que observaba, el hombre emitió un grito breve pero desgarrador. Llevó sus manos a la cabeza y se fue derrumbando lentamente de modo casi imperceptible hasta quedar sentado con la cabeza oculta entre sus rodillas y cubierta por las manos.

La oscuridad devolvió al anciano con los mismos pasos torpes. La luz lo dejó ver mientras volvía a rehacer el envoltorio, a cargar el objeto, a tomar el carro y a empujarlo hacia delante. Unos pasos más tarde lo devoró la espesa negrura de la noche.

Daniel Flichtentrei
Marzo 2006

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