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¿Qué nos hace padres?

El ingreso del padre en el reino de la mujer

La experiencia única e intransferible de la paternidad ha adquirido sólo recientemente unas características tales que la obligan al autoanálisis permanente y al incesante escrutinio de sus nuevas modalidades. En un intento a menudo exasperado, la condición de padre reclama definiciones sobre las que fundar su nueva identidad.

Arrojado por las circunstancias históricas a una condición marginal o periférica, alejada de la supuesta “naturaleza” restringida a la maternidad, el padre contemporáneo asiste al descubrimiento imprevisto de su capacidad de acompañar a sus hijos.
No son pocos los mitos que, una vez más, atribuyeron a circunstancias naturales y dadas, lo que no era más que la suma de biología y cultura.

Aquel patrimonio excluyente de la mujer, estas inhabilidades intrínsecas del varón, resultaron ser menos inevitables de lo que varios siglos de familia nuclear creían confirmar. Una paternidad a la medida de las condiciones económicas y sociales cayó en la ilusión de definirse por parámetros que desconocían aquellas dimensiones. Atribuyendo al instinto, a la naturaleza, a la biología, a la divinidad, cuando no a motivos aún menos creíbles, las capacidades de amar, proteger, entender, acompañar a los hijos, los hombres adecuaron su rol familiar a una funcionalidad a la medida de un proyecto social y una estrategia productiva. Con la disolución de estas modalidades y la incorporación imperiosa de la mujer al trabajo - y nuevamente por condicionantes estructurales - el padre descubre sus capacidades para la crianza y la asistencia familiar.

La naturaleza del vínculo masculino con los hijos transcurre por sus propios andariveles. Lejos de construirse a semejanza del clásico modelo maternal, encuentra una especificidad propia que ni compite, ni emula el rol de la mujer. Incluso durante el período del vínculo excluyente madre-hijo de los primeros meses es posible construir espacios que cimientan el futuro de la relación paternal.

El contacto más intimo con los hijos le revela al varón el “lado oscuro” de su identidad tradicional. No sólo percibe su aptitud en ámbitos de los que se encontraba segregado, sino que encuentra en ello un motivo novedoso y placentero del reencuentro con su propia condición masculina. No debería resultar sorprendente que esta situación haya generado grietas, temores, incertidumbres y hasta conflictos respecto del lugar que la sociedad le reservaba.

No ha caído simplemente el rígido estatuto masculino, un aspecto mucho menos mencionado hace su aparición en el complejo universo de las relaciones entre los géneros. Esa misteriosa capacidad de engendrar, de criar y comprender atribuida al exclusivo patrimonio de la mujer comienza a amanecer en el confundido corazón de los varones. Es curioso que raramente se mencione que estos rasgos de lo femenino, este secreto pacto con la naturaleza que el hombre atribuyó a la mujer, constituyó uno de los ejes fundacionales de la atracción e incluso del amor en la pareja. Tal vez sea la resistencia a abandonar esta suposición lo que explique la injustificada dificultad de ciertos hombres a reconocer sus propia habilidad parental y a sostener una creencia que los hechos no cesan de desmentir.

Hoy se han abierto las puertas de la sensibilidad masculina para que aquel misterioso torbellino de emociones que un hijo despierta ingrese sin restricciones al alma de sus padres. Hoy la ruda piel masculina ha abierto sus poros al irresistible estremecimiento del contacto con sus hijos. Ahora si, despojados de una parálisis y una afasia centenarias, el macho humano extiende sus brazos a la cría y comprende la brutal restricción del lenguaje para expresar la contundencia de todo lo que siente.

Nuevos escenarios de la paternidad:

En una época de fragilidad de las relaciones, en la era del “amor líquido” de Zygmunt Bauman resulta cada vez más frecuente la existencia de padres divorciados, familias reconformadas, parejas homosexuales y otras modalidades familiares. Más allá del clásico y terrible problema del padre ausente o “prófugo” con toda su carga de aberración e inmoralidad, estas condiciones familiares han generado nuevos escenarios para la paternidad.Ya no se resigna el contacto con los hijos con la “naturalidad” de otros momentos, hoy los padres divorciados reclaman con convicción su lugar en la relación con sus hijos. Ya no es la convivencia bajo un mismo techo la única geografía posible para la tarea del padre. Ya no son únicamente motivos legales o económicos los que relacionan al padre no conviviente con sus hijos sino una profunda necesidad de sostener un contacto sin el que, muchas veces, la continuidad de la vida se les hace auténticamente impensable.

La condición económica, la marginación y el estigma de la miseria conforman también escenarios para una paternidad emergente. Incluso en los sectores más desfavorecidos de la sociedad se producen redefiniciones y fracturas de los modelos tradicionales.

La paternidad, como casi todas las funciones humanas, encuentra en las condiciones de la existencia material de las personas determinantes poderosos de su forma de ser. Más allá de las supuestas esencias y los universales todo acto humano se conforma en el doloroso proceso de adaptación o rechazo del mundo en el que habita.

¿Qué condición comparten los padres provenientes de culturas y clases tan diferentes?

¿De qué modo la cultura y la tradición conforman la función paternal?

¿Cuál es la frontera de los condicionantes biológicos del vínculo y el comienzo de los determinantes sociales?

Contradiciendo antiguas definiciones los padres reconstruimos nuestra propia imagen a medida que el espejo de la existencia cotidiana nos devuelve lo que nunca imaginamos ver. Esta nueva geografía no se transita sin dificultad. Esta “terra nova” requiere aún de una cartografía precisa que sólo dibujamos a fuerza de equívocos y tropiezos. Simplemente tenemos la razonable certeza de que ese camino ya no tiene retorno y la secreta felicidad de que así sea.
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