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Las largas patas de la mentira.

Revelación:
El científico coreano Hwang Woo – suk era un “Clon”.

“En este mundo hay sólo dos tragedias. Una consiste en no tener lo que se desea y la otra, en conseguirlo. La última es con mucho la peor; la verdadera tragedia.”Oscar Wilde

Resulta inquietante registrar con que grado de indignación, alarma o sorpresa los medios de comunicación reaccionaron ante el fraude de las células madre. Un prestigioso - al menos hasta entonces – investigador básico queda al descubierto como responsable de un engaño deliberado respecto de sus logros en biología celular. La mentira se desnuda como un hecho rotundo e inadmisible y es expuesta como ejemplo de flagrante corrupción. El rostro ingenuo y compungido, la figura humillada y arrepentida de Hwang llora en tiempo real en las pantallas de TV.

Science, una publicación ubicada en el “non plus ultra” del cielo de la ciencia cayó en el engaño. Sus cerradas fronteras no lograron impedir el paso de la mentira que llegaba de Seúl. Una revista inmaculada que exhibe como medida de su rigor la enorme cantidad de papers que a diario rechaza admite una investigación fraguada y, con ello, arriesga su prestigio y su sagrada castidad.

Es deleznable y vergonzoso el affaire Hwang. Es indigno y ofensivo su comportamiento tramposo. No vale la pena detenerse a reforzar estas obvias conclusiones.

Pero, tal vez, sí se justifique reflexionar acerca del contexto en que esto ocurre, sobre las eventuales motivaciones que dan origen a los hechos y las respuestas sociales que ellos ocasionan.

¿A qué mundo engaña Hwang?

Analizados los valores que el científico transgrede, confeccionado el lamentable repertorio de las categorías éticas y morales heridas podríamos encontrarnos con algunas sorpresas. Son justamente aquellas que, como moneda corriente, circulan entre nosotros sin que por ello nuestra indignación y nuestra sensibilidad moral se exciten tanto como ahora.

Falsedad, distorsión de los hechos para obtener beneficios económicos, creación de realidades imaginarias que alimenten la ilusión de una ciencia que todo lo puede, búsqueda desesperada de reconocimiento y fama sin reparar en límites éticos, juego miserable con las esperanzas de las personas enfermas. Con cuanta frecuencia estas mismas pestes infectan nuestra vida cotidiana. Con que regularidad muchos de aquellos medios que hoy estigmatizan, justificadamente, al biólogo coreano, las emplean a diario para generar lectores, espectadores, consumidores.

¿Qué quería Hwang, que ya no tuviera?

Hwang ha comprendido la esencia misma del drama del conocimiento contemporáneo. Su pecado, como el de tantos, es haberlo aceptado, es haber asimilado sus perversas reglas de juego… y jugarlas.

Hwang identificó el modo en que opera la sociedad planetaria en la que vive. Aceptó sus premisas y compró sus sueños triviales. Supo rápidamente que la fama se ansía más que el prestigio, el dinero más que el conocimiento, el beneficio individual más que el de sus semejantes. Supo, de un terrible modo, que esos deseos no tienen límite, que una vez desencadenados jamás se satisfacen.

Lo que Hwang no supo es que, caídos otros dioses, paganizada toda trascendencia, disuelta toda utopía, la ciencia funciona como reservorio excluyente del futuro, como metáfora del progreso, como máscara de la grandiosidad preformativa de lo humano.

Lo que Hwang ignoró es que: aunque el conocimiento sea mercancía, el saber exista aislado de las preguntas sobre sus propios fines, la investigación científica opere como un mercado que cotiza en papers indexados y número de citaciones bibliográficas; nadie estaría dispuesto a silenciar una ofensa tan burda contra ese archipiélago final de la esperanza.

Sin que importe nada si es real o ficticio, el rol que la ciencia adopta en el imaginario colectivo es el de último territorio donde los hombres depositan las frágiles astillas de sus sueños. Con delicados hilos de moléculas y cromosomas millones de personas tejen a diario la inmaculada tela con que abrigan sus maltrechas ilusiones que se resisten a morir.

Tal vez ese destino redentor que - sin que pueda evitarlo - ha asumido la ciencia, explique la indignación y el asombro de tantos para quienes esas mismas miserias cotidianas forman parte del paisaje “humano, demasiado humano” que cada día contribuyen a crear.

Hwang clonó a Snoopy, un afgano irremediablemente huérfano, pero también se clonó a sí mismo. A imagen y semejanza del mundo en que vive, Hwang es, de algún perverso modo, un clon perfecto de lo peor de muchas de las células con las que estamos hechos.


Daniel Flichtentrei
Enero 2006
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