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Teleobjetivo

Maldita; aquella foto asesinó a mi madre.

Ud. ya sabe, la congela, la detiene para siempre presa de un instante.

Todavía, aunque algo maltrecha, la llevo siempre conmigo. No la abandono jamás por que en el momento menos pensado me acomete una necesidad incontenible de aferrarla entre mis manos y mirarla con desesperación. Recuperarla para mí durante unos pocos segundos. Es como tomar una caja diminuta donde mamá siempre me espera, reducida y quieta, pero aún presente.

Vuelvo a ver su cara transparente, su cuerpo rotundo y recupero la confianza, la seguridad y el mundo, entonces, me resulta menos ajeno y menos hostil.

En ocasiones aún la veo a través de ese pequeño orificio circular donde el universo se recorta, circunscrito y sin exteriores. Se hace abordable, comprensible. Sin las interferencias y los ruidos que sólo enturbian mi entendimiento.

Mamá se asoma a través de la puerta del antiguo local del Salvation Army en Oxford Street. Ese sitio que reclamó tantas de sus horas más preciosas. Allí donde entregaba todo su inagotable amor a los otros, a quienes la necesitaban verdaderamente, a quienes recibían, (afortunados), su generosidad sin límites.

La mañana la envuelve con una atmósfera húmeda y brumosa. El piso retiene vestigios de una llovizna reciente. El frío de su último invierno se insinúa en la rigidez de los cuerpos.
Mamá se asoma a las inclemencias de una ciudad indiferente con la seguridad de quien sólo sabe de certezas, de quien no reconoce en el mundo ninguna fisura.
El Bus de la Streetline la aguarda para traerla de vuelta a casa. Allí donde estaba segura que yo estaría esperándola una vez más.

Pobre Mam nunca imaginó que yo seguía sus pasos como un cazador furtivo observándola a través de este minúsculo dispositivo. Recortándola para mí en aquel estrecho círculo. Aislándola de toda la ruindad y la perversión que tanto la lastimaban.

Si se mira atentamente su figura se advierte la contundencia de su espíritu, la solidez de su alma inquebrantable.
El bolso cuelga cruzado sobre su pecho, firme, y sin embargo sostenido por su mano izquierda.
El pie derecho, enfundado en sus viejas botas de cuero de Yorkshire adopta una posición absurda, una ligera rotación interna que parece desequilibrar la firmeza de su postura.
La boina azul de lana, recuerdo de la tía Dolly, su amada hermana muerta tan temprano.
Mam mantiene su cabeza erguida en un giro hacia la derecha. El mentón discretamente elevado y su mirada...
Aquella mirada inolvidable con los ojos tan abiertos. Con ese fluido tan potente que a la vez reconoce y petrifica.
Su boca, detenida en una sonrisa inacabada suaviza la tenacidad del rostro.
Sus inseparables compañeros completan una trinidad perfecta.
El Sr. Cheever mira un horizonte cercano hacia la izquierda. La vieja Sra. Ferguson se mantiene atenta con sus ojos hacia el frente.
Juntos, los tres, reconocen el terreno: a derecha, a izquierda, adelante. Nada escapa a su atención. ¿Atrás? Atrás no hay nada, o no tiene remedio.

Tengo sus fotos en cada rincón. Cientos de instantes me acechan por toda la casa.
La veo caminando bajo un sol tímido una tarde de campo en Lancaster mientras visitábamos a su prima Molly.
Escucho su oración antes del almuerzo y ese olor tan tibio que las hogazas de pan recién horneado imponían al ambiente.
La voz de Mam inunda la precaria cocina y resuena a través de los pasillos como si viniese de algún lugar lejano e inalcanzable.

Por las noches la oración final.
Arrodillada sobre el piso helado de la habitación mientras sostenía su único crucifijo de plata y murmuraba una melodía que aún me hiela la sangre.
No había para mí palabras, sólo sonidos de una musicalidad que me dejaban perplejo y aterrado, incapaz de producir el más mínimo ruido que alterase aquella ceremonia. Retenía la respiración hasta el borde mismo de la asfixia y el corazón me golpeaba el pecho y las sienes con latigazos brutales. Tenía la seguridad de que si se interrumpía ese momento el mundo entero se derrumbaría sobre mi cabeza.
Me sentía indigno y sucio, como me siento ahora.

Ya no recuerdo desde cuando la perseguí con mi vieja Yasica al hombro.
Desde su tibio círculo de luz Mam fue mía, sólo mía, cada vez que lo deseamos.
Mi máquina y yo fuimos su sombra y la hemos retenido en una multitud de pequeñas muertes clandestinas.

Pero esa última en la vereda de Oxford St, esa mañana...
Observe aquella otra. Allí, sobre la pared del cuarto hay una ampliación en detalle. Mam bebe su Cognac en la cubierta del Sealnick. En el fondo se adivinan, blancos, los últimos acantilados de Dover. Una bruma espesa y el olor salitre del mar al mediodía nos acompañaron todo el trayecto. Sólo el fantasma de París me mantuvo en pie durante esas horas.
La ciudad fue para mí una revelación y ella pareció ponerse extrañamente locuaz y afectuosa.
Sentados en la escalinata del Sacre Coeur le pregunté por Daddy.
Me fulminó con una mirada intensa y la ciudad ya no volvió a ser la misma.

Ya de regreso recibí aquel llamado premonitorio.
Él quería verme. Tal vez, me dijo secamente en el teléfono, fuese la última oportunidad.
Nos sentamos en un Pub de Charing Cross. El bebió un Bourbon, yo aún percibo el aroma del Cheese Cake y el lento derramarse de la crema agria.
Hubo silencio. Una eternidad vacía y tensa.

- ¿Cómo es Mam? (Le pregunté sin saber el motivo).

- Siniestra. (Fue su única respuesta).

Lo odié como nunca antes.

Ahora su ausencia tenía un rostro y una voz. El sonido grave y desencantado de una sola palabra.
Nunca más volví a verlo.

Durante algún tiempo encerré a Mam más que nunca en nuestro secreto círculo de luz. La atrapé para mí de un modo obsesivo.
En el interior de aquella mínima geografía la ponía a salvo de todos, y la amé desesperadamente. La protegí con largos abrazos de luces y de sombras.
En cada una de esas oportunidades volví a sentir el abrigo de una tarde en el muelle de Southampton cuando le confesé algunos de mis temores.
El pánico bestial ante los otros, la incertidumbre de un futuro sin ella, la imposibilidad de imaginar un tiempo sin su presencia.
Me aprisionó con fuerza, me aseguró al oído que lo demás era desierto y perdición, una pura ajenidad sin importancia.
Me prometió eternidad y protección.
Y transité una felicidad desconocida y fugaz amurallado en la inexpugnable fortaleza de sus pechos.

La mañana final estuve aguardándola durante horas bajo una llovizna inconsistente.
Fue la primera en salir, la más segura.
Instantáneamente la capturé en nuestro círculo perfecto.
El Sr. Cheever y la Sra. Ferguson la secundaban a escasa distancia.
Me detuve unos segundos registrando su figura y sus movimientos, cada ínfimo detalle.

Sólo cuando sentí que la tenía definitivamente ejecuté ese último retrato.

Y todo se detuvo.
Y fue quietud y estampido.
Y estupor y final.
Y los fragmentos de su masa encefálica volando hacia el exterior de aquel círculo maravilloso. Hacia allí donde todo es oscuro y perverso y afuera y ya no tiene importancia.

Foto: Laura Bochatay
Texto: Daniel Flichtentrei
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