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Mutaciones

Unánime, el mundo ignoraba sus fisuras.

Inicialmente fue tan sólo una sombra vislumbrada con el rabillo del ojo. Una silueta borrosa que invadió su campo visual desde la periferia y le produjo un sobresalto. Aquella sensación de desamparo, de saberse descubierto y atrapado sin remedio.

Cuando levantó la cabeza, (antes flexionada sobre su pecho y concentrada intensamente en su tarea), logró identificar aquel espectro con la figura erguida de un hombre adulto, de una edad incierta, que lo miraba con expresión neutra pero amigable. Tal vez percibió su actitud de disculpa por la abrupta intromisión, o incluso hasta una eventual complicidad sustentada en ese suelo común de secretos pecados compartidos.

Durante algunos segundos no hubo palabras.
Interminables, sus miradas se encontraron a la espera de iniciar algún diálogo donde el lenguaje no traicionara con simplificaciones las complejidades del momento.
Lejanamente se escucharon algunas sirenas, una música trivial y repetida, el murmullo monótono de la ciudad en movimiento.

El visitante, o el intruso se dispuso a sentarse a su lado. Lo hizo con desplazamientos torpes y pesados hasta alcanzar con sus ojos la altura de los del Sr. K. Recién en ese momento pareció natural que hablaran. Cuando la confianza mutua había adquirido el mínimo nivel que permitiese un diálogo razonable.

- Discúlpeme, no he querido asustarlo. Comprendo muy bien lo que habrá sentido al descubrir mi presencia inesperada pero ignoraba que alguna otra persona conociese, y mucho menos que frecuentase, un lugar como este.

El Sr. K permaneció todavía unos instantes rígido, petrificado por un terror que resultaba inocultable. Sus ojos fijos en los del visitante, sus manos aferradas a ese objeto maldito que no se resignaba a develar.

Más tarde, con un tono de súplica o confesión dijo:

- Ud. sabrá comprender que esta situación es francamente desagradable. Que sus implicancias podrían ocasionarme pérdidas irreparables, las de mi libertad o hasta las de mi propia vida.
- Lo sé amigo, pero puede estar tranquilo. No se trata de ese caso. No soy yo el tipo de persona que Ud. supone, aunque comprendo su dificultad para aceptar semejante casualidad en los días que corren.

- No sabe cuanto me satisface lo que dice. Por un momento me sentí irremediablemente perdido. Supuse que sería el final.

Desde el Oeste soplaba una brisa melancólica, las últimas luces de la tarde se apagaban sin remedio. El crepúsculo se incendiaba en rojos y naranjas cumpliendo con una ceremonia imperturbable al paso de los siglos.

La noche se anunció de pronto.

El sitio era una terraza no muy alta de un antiguo edificio de las postrimerías del Siglo XX, con su arquitectura pretensiosa y estéril. Una desprolija red de cables y antenas, algunas abandonadas, surcaban el espacio y los esqueletos de cientos de pantallas inutilizadas se acumulaban sin ningún orden ni criterio como en un cementerio tumultuoso y clandestino.
Sentados en el suelo, bajo la protección de aquellos desarticulados elementos, los dos hombres apenas humanizaban el paisaje.

- Hoy me enteré de algunos traslados. Pocos, según parece ya casi no quedan personas que los requieran. Sin embargo siempre aparece alguno. Un anciano taciturno en cierta provincia remota, un joven pervertido en los subsuelos de algún Instituto. Ud. sabe, residuos. Las últimas metástasis de todo aquello.

- Es imposible escapar de esa amenaza. Una presencia sin palabras, que no se nombra ni se mira. Por las mañanas viajo hacia mi trabajo en tren desde las afueras de la ciudad hasta el centro mismo de la Nueva Praga. El vagón se encuentra repleto de caras repetidas, sonrientes, animados y entusiastas encaran la jornada. Como cada día al llegar al río, el tren aminora su marcha mientras cruza el puente. En ese instante, nadie percibe algo anormal, nada en sus expresiones delata el más mínimo asombro; imperturbables. Pero yo no puedo dejar de conmoverme y espiar disimuladamente hacia la margen derecha. La Colonia se extiende con sus jardines prolijos y sus pabellones adustos a lo largo de algunos segundos. He pensado a diario que tal vez, al día siguiente, yo podría estar allí.

- Y sin embargo Ud. está aquí, insiste.¿No le parece estúpido?

- Sí. Estúpido e inevitable.

- Eso no lo convierte en algo razonable, prudente, ni siquiera deseable.

- Yo no he dicho que lo fuera. Aunque no sé, tal vez, si lo pensara detenidamente...

Hubo una pausa prolongada. La tensión del Sr. K pareció disolverse lentamente.

El visitante le apoyó una de sus manos sobre el hombro.

- Hace muchos años, cuando yo no tenía mas de diez u once hice ese trayecto por última vez con mi padre. Por esos días la Colonia estaba repleta aunque nadie mencionaba ese hecho como algo significativo. Mi padre se quedó en silencio, absorto, mirando a través del tren. Sobre uno de los muros, una ventana mostraba un vidrio recientemente roto. Rastros de una cierta violencia emanaban aún del vidrio destrozado. Mi padre me abrazó discretamente y me dijo al oído: - Allí todavía hay restos de vida. Aunque no sé por cuanto tiempo.Adiviné una cierta satisfacción por aquel mínimo gesto de ruptura.No alcancé a comprender el significado de sus palabras. Pero pocos días más tarde y luego de pensar mucho en ellas me decidí a preguntárselo.No pude. Murió esa tarde sin que nada hiciera preverlo.Al llegar a casa lo encontré tirado, helado y vencido en el piso de la sala.Supe que ya nadie podría responderme.

- Su error amigo, si me permite mencionarlo, ha sido mas serio aún que el mío.Ud. según parece desde muy pequeño, ha cometido el mayor de los pecados.

El hombre lo miró desorientado pero con sumo interés. Ese gesto lo animó a continuar.

- Lo suyo ha sido grave.Ud. se ha hecho, y según veo se sigue haciendo: preguntas. No ignorará que dicho comportamiento ha sido claramente clasificado como la madre de toda perversión, la fuente de donde irremediablemente se desprenden las mayores desgracias.

- Es cierto, así parece. Pero también lo mío resulta inevitable.

La ciudad era un mecanismo eficaz y de una rara perfección donde miles de individuos se desplazaban sin el menor asomo de descontento o irritación.
Los fundamentos de aquella maquinaria eran el perfecto equilibrio entre los deseos y las ofertas. Un universo sin conflicto, donde el Sr. K y algunos otros pocos no lograban insertarse. Saberse diferente lo exponía a la segregación, lo condenaba a la soledad y a un ejercicio clandestino cuyas consecuencias podrían ser irreparables.

- Hay ocasiones en que me detengo por largos minutos observando a través de mi ventana ese continuo fluido de personas que, como en una pantalla de video, se deslizan por la superficie de los vidrios. Le confieso que he pensado que la verdadera Colonia podría ser esta, donde cada día consumimos nuestro tiempo.

- Es cierto, allá estaríamos presos por lo que nos prohiben; aquí de lo que nos permiten, de lo que hacen de nosotros. Ya ni recuerdo cuando comenzó todo. Primero un cambio de costumbres, algunas modificaciones en la cultura, apenas un matiz. Luego llegó la mutación, el momento definitivo en que aquello se inscribió en nuestras memorias más profundas condenando a unos pobres infelices como nosotros a la anormalidad y la aberración.
El Sr. K observó la mano libre de su acompañante donde un pequeño bolso se balanceaba. Adivinó su contenido y se demoró hasta estar convencido de sus suposiciones. Sólo entonces se sintió por primera vez seguro.

- También Ud. lo hace. ¿No es cierto?

El hombre bajó su ojos hacia el suelo y asintió con la cabeza en un gesto resignado.
La últimas luces de la tarde morían sin remedio.
Abajo, la ciudad, se encendía exultante para afrontar las delicias de la noche.

Fotografía: Laura Bochatay
Texto: Daniel Flichtentrei
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