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Parmentier

Despiadados, sus pasos resonaron en los pasillos del Metro.

Diez días no son muchos en una ciudad como París. Sobre todo si cada minuto se lo dedica a perseguir incansablemente a un espectro furtivo y excluyente.

Desde el instante en que sus pasos me condujeron a perseguir ese rastro sonoro hasta dar con la figura que los producía, la ciudad se esfumó como una sombra inútil y ya sólo pude seguirlos sin más motivos ni justificaciones. Maldito ese misterio que es hembra. Ese que te interroga brutalmente como un alarido nocturno cuya procedencia no conocerás jamás.

Inicialmente descubrí su figura, luego construí cada uno de los rasgos que la conformaban. Hasta el más mínimo de sus detalles. Sus gustos, sus olores, el timbre de su voz, esa forma tan perversa de arrastrar las erres, las ínfimas ondulaciones de su piel cuando emergía de la tibieza subterránea hacia aquel frío hiriente del Boulevard des Capuchines. Sus caprichos y miserias.
Durante cada uno de los días su rutina fue la mía.

Esa distancia material, esos cincuenta metros que nos separaban se fueron diluyendo progresivamente a medida que me apoderaba de ella. Fuimos, de algún modo inseparables. Para existir, tal como yo mismo la había creado, me requería absolutamente.

Su cuerpo fue tan solo el soporte material del personaje cuyos hilos dependían de mi creación. Todos sus rasgos adquirieron significado únicamente en la medida en que yo se lo atribuía.
Nada quedó librado al azar.
Nada suyo podía escapar a ese aliento prometeico que desde mí la hacía existir.
Todos sus recorridos, sus más ínfimos gestos se inscribieron rápidamente en un universo al que sólo yo podía acceder.

Resultó más o menos evidente que ya no sería un ser autónomo. Nos pertenecíamos por completo, nuestra dependencia se hizo entonces mutua y sin fisuras.

Comprendo que mi actitud pueda parecer excéntrica, hasta incluso anormal o perversa. Pero hace ya mucho tiempo que he dejado de creer en esas categorías.
He visto, y muy claramente, la endeblez y el cinismo sobre los que se construyen los fundamentos de las conductas promedio. Esas coordenadas ilusorias que encarcelan a los hombres en el terreno acotado y empobrecido de lo previsible. La mediocridad abrumadora de esa multitud de infelices que desean sólo aquello que se les otorga.

Al sexto día su aparición se retardó largamente.
Su figura no aparecía desde la esquina sur de la Place de la Bastille tal como cada jornada hasta entonces.
Cada minuto de tardanza me vi obligado a construir un argumento que anunciaba su llegada inmediata. Y luego otro y otro más.
Al cabo de media hora estaba verdaderamente enfurecido, violento, desconcertado.
Cuando apareció, (dos horas más tarde), su sola presencia me hizo olvidar la angustia que había vivido, y la rutina se restableció como si nada hubiera sucedido.
Mis pasos fueron detrás de los suyos recorriendo cada centímetro que ella recorría. Mis esperas en el umbral de la biblioteca pública de L´Ecole des Hautes Etudies, tan largas como sus interminables horas de lectura,. Mis vigilias coincidieron con sus sueños.

A cada segmento de sus días le correspondió una porción de la narración que yo le asignaba. Me adueñé de todas sus instancias. Fui su dueño y creador.
Sólo tuve respuestas, todas. No hubo necesidad de investigar en su misterio.No hubo la fatiga de la pregunta, tampoco la incertidumbre de una respuesta ajena.

Entre la quinta y sexta noches ocupé nuestro tiempo instalándole el cuidadoso inventario de una infancia rural en las afueras de Rouen con sus atardeceres tristes y unas mañanas donde el sol estallaba como un estruendo de luz bajo un rumor de pájaros y quehaceres domésticos.
No faltaron el tibio aroma de la leche ni el agrio sabor del queso comido a hurtadillas en el establo con la complicidad de Nicole, una vieja empleada familiar que la consentía sistemáticamente.

Las noches de la séptima y octava jornadas hubieran resultado insoportables a no ser por el arduo y meticuloso trabajo que implicó la instalación de una prolongada adolescencia y los años inmediatamente anteriores a la actualidad.
Fue necesario una concentración extrema hasta lograr esa cuota de frustración y desengaño que resultaban imprescindibles para humanizarla luego de aquella infancia pastoril y bucólica.
Hubo un breve amor contrariado y una dosis de vergüenza y resignación por las inevitables claudicaciones que el curso inexorable de la vida impone.
Un contacto imperceptible con las miserias de cada día, una disolución subrepticia y silenciosa de las ilusiones y los sueños. Y el estrépito de la distancia cuando una mañana inoportuna se mira hacia atrás y se comprueba el abismo irrecuperable al que hemos descendido. Pero también ese hálito insensato que la impulsaba, (pese a todas las evidencias), a reinstalarse en una felicidad inmotivada y a soñar nuevamente con renovadas ilusiones.

El noveno día, mientras las estaciones del Metro se sucedían en la secuencia prevista, le atribuí algunos humores lunáticos y una cierta melancolía que justificaron plenamente la ausencia de su acostumbrada pintura en los ojos y aquella flexión casi imperceptible del cuello sobre su pecho. Ese aire apesadumbrado pero sutil que tan sólo yo era capaz de percibir.
De manera casi automática me lancé del vagón entre la muchedumbre al llegar a Parmentier. Inmediatamente estiré mi cabeza para ubicarla entre la multitud de siluetas que se apiñaban en dirección a la salida como lo hacía cada día.
No pude encontrarla.

Mientras el tren aceleraba abandonando la estación logré percibir el destello de su figura tras los vidrios como una ráfaga veloz y evanescente.
Solo, en un anden desierto, sentí el peso infinito del mundo sobre mis hombros, la insoportable certeza de haber sido brutalmente amputado de una porción de mi propia naturaleza. La desolación y la impotencia del despojo.
Recorrí enloquecido la maldita red de orificios que perfora la ciudad desde uno a otro extremo, hice una y mil veces cada combinación posible.
Apoyado en la pared me concentré en distinguir la sonoridad de sus pasos entre los miles de ruidos que habitaban aquel submundo que era mío.
Sólo la extrema noche y el cierre de las líneas me hicieron abandonar aquellos territorios.
La Rue de Diderot era un desierto helado, una ruina de desperdicios y patéticos ebrios parisinos.
Nada parecía tener remedio.
Una poderosa voluntad se me oponía violentamente.
Y otra vez la furia y el desconcierto.

¿Cómo, si era mía,, su perversa naturaleza torcía mi voluntad?
¿Cómo, si era mi obra, un absurdo empecinamiento le permitía contradecirme?
¿Golem, hembra. Máquina ingrata de mujer con sueños de libertad y autonomía?

Al día siguiente el invierno brindó una tregua.
Un sol tímido y miserable entibió la ciudad desierta y las ceremonias del domingo se cumplían prolijamente.
Yo, sin embargo, discurría como un autómata bajo las furias de la tempestad, una explosión de ira incontenible me impulsaba y la certeza de un mandato irrevocable me puso en pie antes del amanecer.

El inspector Dauphine pensó en su próxima jubilación antes de emprender el último recorrido del día por la estación. Arrastró su cuerpo pesadamente por los pasillos. Registró esos pasillos serpenteantes con la seguridad de quién conoce hasta en sus más íntimos secretos un territorio que, a fuerza de repetido, le pertenece.

Cuando ya nada parecía contradecir la monotonía de sus días percibió las sombras de un bulto en el extremo del andén en dirección Porte des Lilles. Enarboló su vieja linterna y la apuntó hacia aquella masa informe que comenzaba a inquietarlo.

Aquél chorro de luz amarillenta le permitió observar el instante preciso en que un gato famélico lamía su pezón, aún elástico, resistiendo a las primeras rigideces de la muerte.

Fotografía: Laura Bochatay
Pintura: Bett Shortt
Texto: Daniel Flichtentrei
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