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Deudas

Atónitos, sus ojos me observaron un instante.
De un salto abandonó las comodidades del sueño y se ubicó a mi lado cubriéndome con una toalla mientras me sacaba las ropas empapadas.
Restos de nieve sólida y helada persistían aún en mi espalda y sobre los pantalones.
Un temblor incontrolable me sacudía entero y a mis pies nacía un charco de agua .

- ¿De donde venís?

- ¿Y tu abrigo, y el impermeable?

- ¿Enloqueciste de pronto?

Sus preguntas se amontonaban en mis oídos sin que yo lograra ordenarlas satisfactoriamente. Sus manos me friccionaban con energía mientras, lentamente, recobraba el aliento y la sangre volvía a desplazarse por mis venas.

- Ya sabés..., el insomnio.

Primero fue esa imagen repetida. Yo mismo a los 4 o 5 años echado en la cama, sobre el brazo gordo y mullido de mi padre. Aquella canción que murmuraba en una lengua incomprensible y musical.

Con mis dos manos me aferraba fuertemente a su dedo pulgar, enorme, áspero, sólido.

Lo apretaba, lo miraba atentamente y luego, despacio, como si fuese parte de una ceremonia secreta e ineludible, me lo llevaba a la boca y lo chupaba prolijamente hasta que la serenidad del mejor de los mundos me introducía en un sueño de tibieza y seguridad como no he vuelto a lograr jamás.

Siempre pensé que nunca le había pagado a mi viejo aquellos instantes maravillosos. Que tenía una deuda irreparable por aquellos minúsculos momentos de una felicidad suprema e inigualable.

Cada vez que me asalta esa estúpida imagen sé que no lograré dormir más. Sé que el resto de la noche será un calvario de incertidumbre, una agonía que sólo se resolverá con las primeras luces. Entonces necesito abandonar la cama. Caminar, ocupar mis pensamientos en otro asunto.

- Vos ya conoces la historia. No pude evitarlo. Tuve que salir a dar un paseo.

– Pero esto es Amsterdam, estamos en pleno mes de Enero de uno de los más crudos inviernos que la ciudad recuerde.

_ ¿Estás seguro de no haber enloquecido?.

Afortunadamente el sueño o la resignación superaron a la curiosidad y sus preguntas se hicieron silencio y oscuridad.

Otra vez la incertidumbre de la noche y aquella sensación tan extraña de haber modificado algo muy trascendente en mi vida. De haber saldado una antigua deuda. De haber cerrado el ciclo de las ausencias y del dolor.

Una secuencia de imágenes recientes poco a poco comenzaron a organizarse.
Por un momento dudé de su veracidad. Pero aquella paz tan profunda y definitiva no podía no ser cierta.La ciudad lucía abandonada.
Las luces de algunos hoteles aún desvelados daban a la Dam Platz el aspecto de un caleidoscopio desplegado sobre una noche de perplejidad y de terror.

Caminé hacia el Sur bordeando el canal acercándome al Amstel por calles laterales y solitarias.
Apenas una o dos putas se calentaban el trasero junto a una impotente estufa a gas en una vidriera. Me ofrecieron sus pechos desvalidos y una sonrisa artificial, patética y extranjera.
Un perro ladró en la distancia. Impotente y atroz hacia la noche de los tiempos.

Supe que no se puede volver atrás.
Pude tocar con mis propios dedos la dimensión exacta del tiempo irremediable y la futilidad de los perdones tardíos.

Al llegar al primer puente un taxi permanecía estacionado y su chofer dormía con los vidrios herméticamente cerrados. Golpeé la ventanilla hasta sobresaltarlo.Me acomodé en el asiento trasero y observé como retiraba los restos de nieve acumulada sobre el parabrisas antes de preguntar por mi destino en un inglés lo suficientemente malo como para que ambos pudiéramos entendernos sin mayores dificultades.

- Al puerto. (Le dije secamente).

El hombre, inmenso, se dobló sobre sí mismo para mirarme a los ojos.

– This is not a good place for a tourist at night.

- Are you sure?

El coche inició un recorrido imposible de determinar entre callejuelas, puentecitos y canales hasta abandonar el centro de la ciudad.
Comenzaron a aparecer lúgubres galpones desiertos, grúas de distintos tamaños y ese olor inconfundible a mar y petróleo junto a las siluetas apenas dibujadas de algunos buques enormes y fantasmáticos.
Se detuvo junto a un edificio medieval con pesadas puertas de madera y herrajes de hierro labrado de gran tamaño.
Antes de terminar de bajar el auto ya había comenzado su carrera para desaparecer en la negrura de un horizonte en brumas.

Desde las afueras, Amsterdam se ve como un racimo de luces mortecinas sumergidas en la noche. Un silencio macizo se percibe, contundente.
Espectros de otros tiempos la recorren sin pausas y el corazón se embarca en una carrera enloquecida hacia ninguna parte.
Una densidad de siglos te aplasta contra el piso helado y te anuncia revelaciones y sobresaltos.

La puerta apenas me concedió un hueco minúsculo después que con todo el cuerpo y, casi agotado, la empuje durante algunos interminables segundos.
Una luminosidad algo lejana se insinuaba y un rumor de voces y de máquinas apenas se hacía audible. Era esa clase de luz que enceguece más que ilumina, esos sonidos que confunden más que aclaran. Nada parecía definirse en aquel espacio de sombras y vagas sonoridades.
Atravesé el salón hasta sentir nuevamente el frío, la nevisca y el olor del mar, el tenue rumor de una muchedumbre incierta que se adivinaba en algún lugar cercano.

Percibí - aún ignoro de que oscura manera- que atravesaba algo más que aquellos escasos metros.
Un matiz desconocido y perturbador modificaba mi noción de la distancia.
El espacio se llenó de extrañas resonancias.

Sobre la pared un cartel enorme indicaba: Amsterdam- Dakar – Santos- Bs As- Montevideo. Enero 22 de 1.926 y una flecha cuya dirección – sin saber por qué- seguí de inmediato.
A pocos pasos la vereda finalizaba en el comienzo de una escalerilla de madera con barandas de soga que, inestable y precaria, llevaba hasta la cubierta del barco.
Allí una multitud se abría paso en las sombras buscando ubicación siguiendo las órdenes de un contramaestre obeso y enérgico que distribuía a las gentes con un precario altavoz que lo hacía autoritario e insoportable.
Nadie pareció percibir mi presencia. Las miradas me atravesaban como a un objeto vacío e inmaterial que se desplazaba entre ellos.
Vestidos humildemente y con ropas tan antiguas y precarias, todos parecían extraídos de alguna vieja fotografía en blanco y negro de una secreto álbum familiar. Eran del color del pasado, olían a viejo y a silencio.

Descendí hacia el nivel más bajo, un tercer subsuelo sumergido bajo las entrañas del buque aplastado por el ronrroneo de las máquinas y el acre olor del encierro.
Percibí una voz de mujer. Un sonido musical e incomprensible que me resultó sin embargo familiar y ya no pude resistirme. Busqué con pasos inseguros el origen de aquella voz.

Sobre el fondo metálico de una pared pude ver a una mujer, joven aún y bella, que palmeaba la espalda de un niño mientras cantaba en voz baja intentando dormirlo.
El chico era de una tez intensamente blanca y rosada, sus bucles asomaban por la espalda y un mínimo temblor delataba el frío o la angustia o la incertidumbre de alguien que se aferra a una vigilia incierta en los arrabales del sueño.
La mujer tampoco pareció perturbarse con mi presencia.
Su canto me resultaba cada vez más familiar, íntimo, sobrecogedor.
Me senté al lado del niño.
Pasé mi brazo por debajo de su cabeza y cubrí su cuerpo helado con mi abrigo. El no se extrañó en absoluto. Pareció que asistía a un hecho natural, cotidiano.
Nada sorprendente.
Su cabeza sobre mi brazo se relajó rápidamente.
Su mano tomó la mía y recorrió mi pulgar. Se aferró a el como un náufrago.

Lo apretó, lo miró atentamente y luego, despacio, como si fuese parte de una ceremonia secreta e ineludible, se lo llevó a la boca y lo chupó prolijamente hasta que la serenidad del mejor de los mundos lo introdujo en un sueño de tibieza y seguridad como no volvería a lograr jamás.

* Fotografía: Laura Bochatay
* Texto:Daniel Flichtentrei
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