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Medicina y Ciencias Sociales

Apuntes para un diálogo imposible?

El abordaje transdisciplinario de las enfermedades cardiovasculares.

Hacia una epistemología médica crítica:
"...del hábito, que sin violencia, sin arte y sin argumentos nos hace creer en las cosas"
Blas Pascal

El ejercicio de una disciplina se estructura como un conjunto de saberes organizados que dan sustento a una práctica, a una serie de representaciones, a la construcción de un objeto de estudio, en fin a un campo científico específico. La cotidianeidad en el desempeño de una función a menudo omite la reflexión crítica sobre el hacer y desdibuja el sustrato de supuestos implícitos que la orientan. Este cuerpo de conocimientos aplicados rutinaria y automáticamente cristalizan en una falsa visión naturalizadora de sus fundamentos lo que impide el reconocimiento de la influencia que determinadas creencias , teorías y axiomas imponen a nuestras percepciones, hipótesis e interpretaciones de los fenómenos sobre los que actuamos.
Este plexo, a menudo silenciado, cobra cuerpo (sin perder su invisibilidad) en distintas dimensiones del análisis, normatividades e instituciones imprimiendo modalidades de acción específicas y esquemas perceptuales que le son propios. La tradición profesional alimenta la ilusión de una aplicación neutral, objetiva y descarnada de una perspectiva, una mirada reveladora sobre lo real mismo sin interposiciones de ningún tipo, deshistorizada y carente del ruido informacional de la subjetividad individual o las modulaciones culturales. Una observación sin sujeto observador; un sujeto incapaz de ver que no ve; un relato social que hace posible el mito de la objetividad total, pura, incontaminada. Este conjunto algo heterogéneo pero articulado de supuestos aceptados sin discusión, este suelo sobre el que se sostienen los discursos disciplinares constituye, de acuerdo a Pierre Bourdieu, el campo de la doxa:

“Adhesión pre-reflexiva a los presupuestos tácitos del campo que es la verdadera censura, la más radical, la más invisible, la que todos admiten, la que está fuera de discusión, lo natural”

Este particular modo de racionalidad que parecería más propio de las culturas no académicas se encuentra sin embargo instalado en la dinámica del campo disciplinar:

“Nada hay más dogmático paradójicamente que una doxa, conjunto de creencias fundamentales que ni siquiera necesitan afirmarse en forma de dogma explícito y conciente de sí mismo.” (Pierre Bourdieu).

La transformación de una perspectiva espistemológica dada en única y omnipotente mirada capaz de producir descripciones verdaderas de una realidad exterior e independiente de las condiciones de la observación genera inevitablemente una ceguera cognitiva, una peligrosa subordinación discursiva respecto de otras disciplinas y una infranqueable barrera para el diálogo.

Los modelos hegemónicos de práctica profesional se imponen como los únicos capaces de atribuirse la legitimación social que el carácter de “científico” otorga en nuestra época a una práctica. De este modo se sustraen a la visión crítica y se amurallan en el prestigio académico y la legalidad social para evitar constituirse en objetos de estudio para sí mismos o para otras disciplinas. Estos dispositivos permiten aportar la apariencia de necesidad lógica, es decir de carácter científico, a ciertas representaciones sociales cuya emergencia explícita queda de este modo completamente negada. Estos subterfugios metodológicos operan implícitamente en la generación de conocimiento y en la gestación de un universo discursivo autocentrado y a menudo impenetrable.

Los modelos explicativos y los procesos de verificación empírica imponen necesariamente una selección de los fenómenos analizables capaces de adecuarse como objetos de estudio a sus herramientas analíticas. La clausura metodológica en el interior de su propio dispositivo alienta la reducción de la realidad al segmento de aquella que se adapte a sus procedimientos canónicos condenando a adquirir el estatuto de conocimiento profano o precientífico a todo lo que queda fuera de sus estrechos dominios.
La lógica específica de ciertos campos implica una independencia respectos de otros dominios del saber determinando algún grado de incomunicabilidad entre ellos. La disposición endogámica intradisciplinar produce no pocas veces una ignorancia absoluta de lo que sucede extramuros y, lo que es peor aún, el desconocimiento de dicha ignorancia y de las condiciones histórico sociales que las hicieron posible.

Los orígenes de estas condiciones pueden rastrearse en los de la Modernidad misma:
De acuerdo con Edgardo Lander sus rasgos fundamentales son:

I. Visión universal de la historia asociada a la idea de progreso.
II. Naturalización de las relaciones sociales como fruto de la “naturaleza humana” y por extensión al modelo liberal capitalista.
III. Ontologización de las múltiples separaciones sociales.
IV. Necesaria superioridad de los saberes propios (ciencia) respecto de los ajenos.

Este universo acotado pero preso de la ilusión de la autosuficiencia condena al distanciamiento, a la desconexión, a la mutilación, al encierro, al desconocimiento o la represión de toda intención heterodoxa y a la imposibilidad de reconocer su propia doxosofía como base ineludible de su funcionamiento.

La autonomía respecto de su propio espacio, de las leyes que les son propias es percibida como una amenaza o sublimada como una excéntrica trivialidad.
Esta situación impone coordenadas fijas a nuestra experiencia configurando esquemas definidos de percepción y generando la ilusión de una observación que no sólo se adecua a estos lineamientos sino que obtiene una coincidencia especular con la realidad reflejándola exhaustiva y completamente.

Bajo la ficción de una aproximación totalizante y autosuficiente a lo real las disciplinas se encierran peligrosamente y obturan la posibilidad del enriquecimiento mutuo en el intercambio transdisciplinario. Estas barreras quedan inscriptas en las prácticas, los discursos inconmensurables unos con otros y en la disolución de todo reconocimiento de sus propias fisuras para dar cuenta de la inabordable complejidad de lo real.

La Medicina se ha ido configurando históricamente sobre la base de cierta epistemología, metodología científica, representaciones del cuerpo biológico como su objeto específico de estudio y sobre el imaginario instituyente que los sujetos han elaborado en el seno de una determinada cultura sobre este.
Su visión del tema de la salud y la enfermedad se encuentra por lo tanto inexorablemente anclada en esta constelación de elementos que conforman su soporte cognitivo y el fundamento último de su práctica. Los significados así construidos dan coherencia a la observación y dotan de sentido a las prácticas profesionales. El discurso médico apela a un ideolecto a través del cual se obtiene la ilusión de suturar la ambigüedad inherente a la lengua y de este modo apropiarse de la enfermedad de manera inequívoca al tiempo que constituye y reafirma su propia identidad profesional. Estos marcos referenciales confieren una seguridad ontológica al corpus doctrinal de una disciplina que se supone ajena a las determinaciones histórico, sociales y subjetivas y contribuyen a aportar la ilusión de fiabilidad y de continuidad ascendente, progresiva e ilimitada de su propio saber.

A través de este breve repaso sobre algunos de sus fundamentos epistemológicos se hace presente un cierto tipo hegemónico de modelo médico que modula la práctica y se instituye como paradigma de generación en generación. Esta particular modalidad profesional es recibida y naturalizada de manera acrítica por los propios médicos desde los estadios más incipientes de su formación bajo la forma de un currículum oculto, sostenido en el hacer cotidiano transmitido como modelo estereotipado de comportamiento. Se trata de elecciones ignoradas, naturalizadas bajo el ropaje de lo obvio, lo inevitable y a salvo de cualquier contingencia capaz de interpelarlas. Esta lógica particular casi nunca se plantea ni se impone de manera explícita, su inculcación ocurre de modo imperceptible, gradual, progresivamente generando una habitus que se incorpora de manera inadvertida. La estereotipación y la repetición indefinida perpetúa un habitus al decir de P. Bourdieu sobre el que se instala la práctica profesional. Nunca este espíritu es aprehendido de modo conciente o deliberado y por lo tanto se ubica en ese subsuelo oculto habitado por creencias a menudo inscriptas en el cuerpo y fundada en “razones que la razón desconoce” (Blas Pascal).
Esta construcción simbólica no se ejerce sobre la iluminación de la conciencia sino que se encuentra inscripta profundamente, al amparo de la oscuridad de los esquemas prácticos, las categorizaciones, las relaciones de dominación y colonialidad de los saberes que resultan inaccesibles a la autoconciencia reflexiva y a los dominios de la voluntad.

Pero tal situación tiene sus raíces mucho antes de este momento formativo ya que se encuentra diseminada en la sociedad mediante un conjunto de representaciones que sobre el particular comparte el imaginario de la comunidad. De este modo los nuevos profesionales adoptan un estilo de práctica, una modalidad de conocimiento, un modo de apropiación de los saberes y por otro lado responden a una demanda social que no pocas veces reclama tales procederes. El horizonte de expectativas respecto de el perfil profesional es compartido mayoritariamente por los miembros intrínsecos y extrínsecos al campo específico profesional. Situados en esta realidad históricamente constituida y culturalmente determinada ciertas modalidades de la práctica resultan perfectamente coherentes y las concepciones más elementales sobre las que se basan aparecen como “evidentes” y “naturales”.
En el interior del dispositivo epistémico consolidado determinado modelo de ejercicio es perfectamente funcional y sus instrumentos y modalidades de acercamiento al fenómeno de la salud enfermedad no admiten cuestionamientos. Una racionalidad sólidamente estructurada aporta los fundamentos científicos, éticos y procedimentales que impiden el ejercicio de la autocrítica sobre aquellos supuestos implícitos desde el momento en que son registrados como datos crudos provenientes de la más objetiva realidad y validados por una metodología que aparece como garantía suficiente de su carácter de verdades autoevidentes. Se hace así comprensible que la producción de saberes adquiera el carácter de contundente evidencia siempre que los procedimientos subyacentes en su construcción no resultan jamás convertidos en objeto de análisis o de cuestionamiento. Ese momento previo y a la vez oculto en que una disciplina elabora una relación de conocimiento con la realidad y al mismo tiempo la define, allí donde el acto de nombrar no sólo designa sino que convoca a las cosas a un modo de ser ajustado a esa denominación, a ese silenciado proceso es que deberíamos destinar algún esfuerzo para hacerlo visible, nombrable, “evidente”.

Deberá admitirse entonces que el estatuto de “evidencia” de un conocimiento resulte tan contundente mientras no sean objeto de discusión sus propias metodologías de producción, (por cierto nada evidentes en el campo médico).
La idea misma de “evidencia” da cuenta de un posicionamiento epistemológico básico sin cuyo replanteo crítico queda obturada toda posibilidad de discusión.

Así queda al descubierto la imposibilidad cognitiva de visualizar los aportes provenientes de otras disciplinas con paradigmas analíticos diversos para todo aquel que haya asumido como incontrastables las conclusiones obtenidas a través de determinados procedimientos de verificación sobre los que no tiene posibilidad alguna de ejercer la crítica. Esta imposibilidad se refuerza recursivamente toda vez que ante cada nueva perspectiva se esgrima la exigencia de ser sometida a la verificación mediante sus propios, específicos procedimientos sin reconocer la incompetencia intrínseca que estos tienen para dar cuenta de ciertos aspectos fenoménicos. Así constituida como “juez y parte” se encuentra clausurada toda posibilidad de reflexión. Esta extensa zona de invisibilidad epistemológica recorta el campo de lo real y condena toda mirada foránea a la indecibilidad, la incomprensión, la trivialización, o a una radical sordera conceptual.
Son estas herramientas metodológicas las que deberán convertirse en objeto de conocimiento con el objeto de interrogar sistemáticamente todo el universo de relaciones que las fundamentan.
El estatuto epistemológico debe tornarse “observable” rescatándolo de la sincronización artificial que lo muestra como transhistórico y despojado de subjetividades. Aquello que parece no requerir justificación, lo supuestamente dado, la verdad en sí, los enunciados, las costumbres, las representaciones y las prácticas disciplinares que aparecen como saberes conforme a la evidencia requieren de una exposición que desnude el artificio y rescate al médico de un dogmatismo silente y sublimado.

Es la construcción de su objeto de estudio por parte del médico lo que está en cuestión ante la mirada de científico social y no sólo un conjunto inexplicable de prácticas autoritarias o de ejercicios arbitrarios y más o menos despóticos del poder. Aquello que ante los ojos de no pocos profesionales provenientes de las C.C. S. S convoca adjetivaciones descalificantes y sorpresivas o un asombro ingenuo, o a interrogantes que no encuentran respuesta desde su perspectiva. Eso que algunos antropólogos observan en las conductas de médicos y hasta de los propios pacientes, no es (no sólo es) el ejercicio arbitrario de un poder del que se encuentra socialmente investido, sino la conclusión lógicamente justificada intradisciplinariamente del objeto epistémico de su saber o de la apropiación reduccionista y simplificante de los contenidos biológicos para la que se ha visto permanentemente estimulado a lo largo de su formación profesional.

No se trata únicamente de analizar prácticas y conductas impregnadas de una violencia simbólica evidente a la luz de determinados paradigmas de racionalidad sino de registrar por qué tales hechos resultan perfectamente coherentes, “naturales” y autoevidentes a la luz del paradigma de la medicina hegemónica. No son los sucesos desnudos los que merecen calificación sino el sistema de pensamiento que los hace circular como verdades sólidas, robustas y hasta cierto punto inevitables en el interior de ese dispositivo los que reclaman el aporte enriquecedor de otras perspectivas.

Que la enfermedad sea concebida como una fenómeno exclusivamente biológico, que sus dimensiones sociales, culturales, subjetivas sean sistemáticamente negadas y que los recursos terapéuticos queden exclusivamente limitados a la farmacología o la intervención anatómica directa no debería resultar sorprendente sino más bien inevitable si se toman en cuenta las profundas razones epistemológicas que las originan.

La visión fragmentaria, reduccionista, abstraccionista y limitada a la aplicación de la lógica estadístico matemática de la enfermedad como proceso y del cuerpo como geografía no podrán ser puestas en cuestión sino mediante la deconstrucción sistemática del dispositivo productor de aquellos saberes.

Deberá admitirse que dicha aspiración sólo se tornará posible si quienes poseen los instrumentos teóricos para ello destinan sus esfuerzos mejores en esa dirección y se despojan de prejuicios y vanas disputas de poder que obstaculicen el acercamiento transdisciplinar.

Riesgos del reduccionismo crítico: el ejercicio de una observación crítica sobre el saber médico, sobre sus prácticas y representaciones no es posible desde posiciones que compartan las limitaciones de la visión fragmentaria y reduccionista de la realidad. No se trata de sustituir una mirada parcializada e incompleta por otra igualmente mutilada pero de sentido opuesto. La Medicina no puede vaciarse de contenidos biológicos que le resultan imprescindibles, no está en condiciones de restringirse al uso de herramientas de nuevo tipo para el tratamiento de la enfermedad y el alivio del padecimiento, no podría privarse de los aportes de la tecnología como instrumento de su accionar. No se trata de proscribir el uso de estrategias sino de expandir las posibilidades de su accionar hacia aspectos hasta ahora ni siquiera vislumbrados, de dotar de una nueva racionalidad a la utilización inteligente de los numerosos recursos de que dispone, de desplazar los fundamentos de su ejercicio de lo biológico a lo humano, de rescatarla de la tecnociencia impersonal y de su subordinación investida de conocimiento científico a los intereses del todopoderoso mercado y a la instrumentalización mercantilista de las personas.
Nada de esto resultará posible sin la participación del propio campo profesional, nada sin la interacción creativa entre disciplinas diversas capaces de gestar discursos emergentes y por lo tanto dotados de nuevas cualidades no reducibles a la suma de sus partes.

El sólido nudo epistémico sobre el que la medicina sustenta su racionalidad, aquella visión simplificadora y parcial resulta por estos días un verdadero obstáculo epistemológico capaz de trivializar la complejidad del conocimiento incluso en el interior de su propio dispositivo de saberes. La biología molecular contemporánea, la genética y otros aspectos específicos han adquirido tal grado de complejidad conceptual que desde perspectivas simplificantes no se puede menos que apropiarse de aquellos saberes de un modo reduccionista despojándolos de toda su potencia creativa y condenando su implementación clínica a una vana repetición de lo mismo.
El pensamiento complejo se convierte en una necesidad imperiosa incluso para quienes no se plantean siquiera lejanamente el cuestionamiento del carácter puramente biológico de la Medicina. Es sin embargo imaginable que la progresiva transformación hacia una epistemología compleja desde los conocimientos más específicos facilite el cambio cualitativo, haga posible la ampliación de la mirada, torne visibles aspectos que hasta hoy quedan al margen de toda posibilidad de integración.

La confrontación crítica con el mundo médico reclama un realismo reflexivo capaz de preservarse cuidadosamente tanto del absolutismo epistémico como del irracionalismo más obtuso. La medicina no puede, no debe, transformarse en Psicoanálisis, o en Antropología, o en Sociología sino más bien ser capaz de mirarse productivamente en la imagen de sí que estas disciplinas le proponen y en consecuencia reflexionar críticamente sobre su propio estatuto.
Las miserias de los juegos de poder, de la búsqueda del prestigio y las prebendas económicas distribuidas por los mismos sectores que alientan su clausura no conducen al camino de la superación, pero no podemos menos que aceptar que dichas taras académicas también funcionan en disciplinas más propicias hacia el cuestionamiento y la amplitud de perspectivas.
El reconocimiento de las determinaciones materiales de las prácticas simbólicas es parte del necesario proceso de deconstrucción de las matrices sobre las que descansa el sueño aparentemente imperturbable de la ciencia más despojada y absoluta. El olvido de las condiciones sociales de producción del conocimiento, de sus itinerarios históricos, la adhesión maravillada y extática a unas supuestas e incontrastables evidencias se convierten en un ejercicio de la más rotunda ingenuidad epistemológica cuando no en una descarada estrategia de ocultación y sometimiento de los mediocres, los poderosos, los mercaderes.
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