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Desnudos

“Muchas veces las palabras que tendríamos que haber dicho no se presentan ante nuestro espíritu hasta que ya es demasiado tarde”
André Gide

La formación médica a lo largo de las últimas décadas ha mostrado una progresiva tecnificación de las destrezas requeridas para el ejercicio profesional. Sin que esto implique en sí mismo un desmérito parece apropiado señalar que esta transformación produce al mismo tiempo un desplazamiento de las habilidades clínicas centradas en la palabra y la exploración física.

No sería justo ignorar los impresionantes avances que la tecnología puesta al servicio de la salud ha permitido alcanzar. No se trata pues de responder al pensamiento binario que opone tecnología a relación médico paciente con una argumentación opuesta pero igualmente polar.
No será la disyunción sino la articulación de las habilidades la llave del verdadero progreso médico. La complejidad que reúne, y no el reduccionismo que aísla, deberá convertirse en la herramienta que garantice una Medicina cada vez más cerca y no más alejada de la persona enferma.

La instancia del diagnóstico se encuentra hoy fuertemente signada por la necesidad, cuando no por la obsesión, de objetivar mediante la cifra o la imagen la impresión inicial.
La permanente tendencia a conjurar la incertidumbre a través de la objetivación aparece como una estrategia a la vez tranquilizadora e imbuida del estatuto de lo verdaderamente “científico”. Hay una carrera furiosa en busca de la materialización de las hipótesis mediante la contundencia semiótica de la imagen, de algún estudio complementario, de la cifra.

Sin embargo, parece obvio recordar que, tratándose la enfermedad de un fenómeno típicamente humano su representación debería incorporar más que ignorar la cuota de incertidumbre intrínseca a todo proceso biológico o social que afecte al hombre.

En ocasiones la clínica nos ofrece ejemplos en los que esta sustitución del criterio clínico por la cifra o el registro gráfico se convierten en una actitud especialmente peligrosa.

Existe un escenario crítico en el que, aún en plena era de la tecnología diagnóstica, nos encontramos verdaderamente “desnudos” de recursos tecnológicos y la propia realidad nos devuelve violentamente al ámbito del pensamiento, la semiología y la palabra como únicos instrumentos.

Los enfermos con sindromes coronarios agudos suelen consultar en los servicios de emergencia por cuadros de dolor torácico donde, rápida y acertadamente, son sometidos a estudios complementarios. En este caso electrocardiogramas y determinaciones bioquímicas que investigan la presencia de una eventual isquemia o necrosis celular miocárdica (Enzimas, Troponinas).

Las características cronobiológicas de estos exámenes hacen que en un porcentaje variable pero significativo de los casos, ambos resulten normales o no específicos en el momento de la consulta y, sin embargo, el paciente esté padeciendo un verdadero episodio coronario agudo. De la angina inestable al infarto agudo de miocardio los cuadros clínicos se asocian en porcentajes considerables a períodos de “silencio” electrocardiográfico o bioquímico mientras “habla” la clínica.

En tanto dura esta situación, (que suele verse modificada con el curso de las horas), existe el riesgo de caer en la tentación de descartar el cuadro en base a la ausencia de datos “objetivados” y pasar por alto un momento particularmente riesgoso para la vida del paciente privándolo de un ambiente de observación protegida y de eventuales intervenciones terapéuticas tanto más eficaces cuanto precoces en su indicación.

Abandonados al escenario de la palabra y la semiología física en un momento histórico que secundariza estas herramientas, no resulta sorprendente que la cantidad de pacientes devueltos a su domicilio con un síndrome coronario agudo en curso sea alarmantemente alta. Podríamos ensayar algunas observaciones acerca del por qué de esta realidad.

La estructura piramidal de la Guardia Médica hace que recaiga en el personal con menos entrenamiento la tarea de entrevistar al paciente y recabar los datos provenientes de su narrativa. El análisis de los estudios complementarios queda reservado generalmente a quienes tienen mayor experiencia o son especialistas en la materia. Esta distribución de tareas delata el supuesto implícito que opera como una jerarquía tácita estratificando la importancia relativa asignada a cada etapa diagnóstica.

La falta de experiencia en el uso de la palabra y el juicio clínico parecen el resultado inevitable de una formación que destina sus mejores esfuerzos y la mayoría de su tiempo disponible al estudio de tecnologías y al adiestramiento automatizado en algorritmos secuenciales.

La orientación de las conductas resulta siempre deseable, la sistematización de los procedimientos una necesidad ineludible. La sustitución del juicio y el abordaje cualitativo de la entrevista médica por un criterio sustentado exclusivamente en la imagen o la cifra son sin embargo deformaciones indeseables.

Las descripciones clásicas de los cuadros clínicos son en general prototipos promedio y no moldes a los que el relato de cada persona deba ajustarse con precisión. Sin embargo la recapitulación del recorrido de muchos pacientes que infructuosamente consultaron en las primeras horas de un cuadro coronario demuestra que entre los motivos que "justificaron" su alta aparece lo que se da en llamar “precordialgia atípica”. Nunca es tarde para recordar que el lenguaje es un instrumento ambiguo, polisémico y relacionado con las matrices culturales de cada persona. Que el dolor no tiene una palabra que lo nombre con exactitud y que, incluso los cuadros absolutamente “típicos”, apelan a la metáfora como modalidad semántica de la enunciación.
Frecuentemente la entrevista médica ronda obsesivamente a la espera de aquella descripción libresca que esperamos que el paciente nos haga. Ocasionalmente se induce, cuando no se fuerza, una narración que se adecue a nuestras expectativas invirtiendo la operación lógica recomendable. No es el relato del paciente el que debe amoldarse al prototipo conocido, sino nuestros prototipos los que deben reconocerse en la palabra y la gestualidad múltiples de cada enfermo.

En una pequeña investigación en curso hemos relevado el itinerario de algunos de estos pacientes al ser internados en la Unidad Coronaria luego de una o más visitas a Emergencias. La argumentación más comúnmente esgrimida por quienes asistieron en esas primeras horas al paciente revela una insistencia reiterada en las respuestas dadas a algunas preguntas que consideraron decisivas para descartar una internación preventiva.

¿Dónde le duele?
¿Cuánto le duele?
¿Cómo le duele?

Muchas veces los registros de la historia clínica aportaban un ejemplo de matematización dudosa del dolor en escalas de 1 a 10 o equivalentes.
¿Alguien conoce alguna experiencia más cualitativa, subjetiva e inefable que el dolor físico?

Hemos pensado que una pregunta raramente formulada podría haber “puesto en contexto” las ambiguas respuestas a las anteriores: ¿A quién le duele el pecho?

La presencia de una historia de factores de riesgo vascular, el sexo, la edad, la genética familiar, los hábitos de vida; en fin, el perfil de una persona con dolor precordial es probable que hubieran aportado el sentido y la dirección a las conductas frente a su motivo específico de consulta.

No parece absurdo pensar que, siendo progresivamente más y más expertos en el manejo de sofisticados instrumentos de diagnóstico, sería prudente establecer los mecanismos para no perder, para recuperar, la habilidad en el empleo de la herramienta más compleja y sutil que haya creado jamás la especie humana: el lenguaje.
Esta “milenaria tecnología de punta” ha sido el elemento más específicamente humano que hay en nosotros y es indudablemente la vía de acceso más directa y formidable hacia nuestros semejantes.

Restaurar el imperio de la palabra en un universo plagado de afortunadas mediaciones tecnológicas devuelve a los datos complementarios a su auténtico rol: el de valiosos suplementos del juicio.

Otorgar a la comunicación y al razonamiento lógico la jerarquía intelectual que merecen podría prevenirnos de una injustificable subordinación o una irracional dependencia de lo que necesariamente debería subordinarse a ellos.

No hacerlo, nos expone al automatismo maquinal de la cifra y al desperdicio imperdonable de aquello que justifica, nutre y sostiene nuestra profesión: la insustituible comunión con el otro que sufre y el ejercicio creativo de esa ancestral habilidad en peligro de extinción: escuchar, reunir, relacionar, contextualizar..., pensar.

Daniel Flichtentrei
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