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Buscando a Hendrix

Mi amigo Andy ya no cree en casi nada. Hace más de 20 años se marchó a Londres y ha pasado allí por cuatro matrimonios, media docena de hijos, tres universidades y más de una década de psicoanálisis. Los Domingos se despierta muy temprano y sale a la calle con su vieja Leika y un reproductor de MP3 cargado con dos Gigas del mejor Hendrix. Camina entre 20 y 30 kilómetros por los suburbios de esa ciudad en brumas mirando fijamente el rostro de cada hombre negro de más de 60 años. Cuando tiene alguna sospecha, lo detiene y le pide que lo mire directo a los ojos. Está seguro de que cuando lo encuentre esa mirada será suficiente. Un par de veces debió explicarle a un Bobby las razones de su enigmática actitud. En una de ellas, al parecer, su relato no tuvo la eficacia esperada y pasó el fin de semana en el cuartel de policía de Gloucester Road compartiendo salchichas y creamy puddings con carteristas y prostitutas. Sabe que las personas no tenemos ninguna dificultad para creer en cosas de las que no podemos tener pruebas, pero le resulta incomprensible que –del mismo modo- seamos tan resistentes a no creer en otras cargadas de evidencias.

Jura que no logra percibir la diferencia. “Un cadáver es una indicio débil para documentar la muerte de nadie” dice, cuando le arrojamos las pruebas sobre la cara. La realidad no puede ser tan insignificante. Hay cierta coherencia que Andy le exige a las cosas. Si es posible creer en relatos absurdos no puede resultar tan difícil descreer de certezas no menos improbables. Lo ha discutido con su analista pero él insiste en el principio de realidad y otras inconsistencias. Andy, por su parte, ha decidido darse de alta lo que a mí me parece uno de los pocos actos de normalidad que ha realizado en su vida. Busca sistemáticamente a Jimy Hendrix tachando distritos en el mapa de la ciudad. Sabe que alguien capaz de “Purple rain” no pudo morir de un modo tan miserable en una sucia habitación del Hotel Samarkand ahogado con su propio vómito, adormecido por los vapores químicos de nueve somníferos y unos vasos de vino. Ha recorrido mil veces el trayecto entre Notting Hill y el St Mary Abbot´s Hospital en Kensington. Buscarlo lo mantiene vivo. Incluso, lo sostiene en esa rara forma de salud en la que cree. Yo, que no puedo salirme de la jaula de la razón, he creído advertir alguna vez la silueta borrosa de un dios negro escondiendo el bulto de su Stratocaster debajo de un impermeable marrón. Después de todo la verdad no es más que un inconveniente para el que todos buscamos remedio.
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