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Dios y las caderas

Es tan bueno abrir la puerta de casa. Dejarme penetrar por esta atmósfera. Internarme en sus pliegues del tiempo y el espacio. Hay acá un murmullo placentario. Una antigua música materna te abriga del estremecimiento del mundo. Atento, suspendido quien sabe donde, mi hijo mira un video clip de Shakira en TV. Me sorprendió. Hasta hoy lo enfurecía descubrirme extasiado cada vez que yo coincidía con esas imágenes:“No lo puedo creer, no tenés explicación. Vas de Mahler a Shakira. ¿Quién te entiende?”. Pero hoy ha quedado capturado en sus caderas. Hoy la anatomía me ha relevado de las explicaciones fútiles. Siento que cuando lo abandone este embrujo lo tendré más cerca, estaré menos solo. Lo estoy esperando. No le hablo. No quiero perturbar la ceremonia. En un instante habrá recibido esa revelación maravillosa. Sabrá - desde ahora y para siempre - que el Dios que nunca le hice ver está en esas caderas. Lo buscará durante el resto de sus días en cada pelvis que se le cruce por la vida. Lo encontrará -siempre- todas las veces. Porque ese Dios es múltiple y se esconde en todas las mujeres. No me mira. No se mueve. Estoy tan feliz. Ahora podrá, por fin, salirse de su madre. Comenzará a buscarla en cada mujer, que son la misma. Ahora tendré un compañero. Nos sentaremos juntos a ver ese espectáculo vulgar, extraordinario. Viajaremos montados a lomo de sus muslos. Nos tomaremos de las manos para que no nos derribe su vaivén animal. Bastarán esos instantes para percibir el misterio de todo lo que no somos, los abismos fatales de lo diverso. Nos dispondremos a gozar como primates con esa sagrada diferencia. Bienvenido.
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