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Viceversa

Esa noche, otra vez esa noche...

He intentado destruir esta foto. No puedo hacerlo. Fracaso. Algo – que no soy yo – me lo impide.

Si me detengo a observarla percibo mi propia silueta. Los brazos en tensión, separados del cuerpo, las piernas en movimiento. La actitud es de ansiedad o de firme determinación.

Las fotos te encadenan al pasado. Lo cubren con un manto de coartadas y testimonios. Son una forma brutal de la memoria. Son falsas. Mienten. Te implantan pies, y suelo, y raíces. Son intolerables.

Yo les temo y huyo de ellas. Pero insisten, acechan detrás de los rincones. Me enfrentan a los múltiples e insolventes hombres que he sido y que ya no reconozco.







Nunca he podido decidir con certeza si junto a mi propia imagen hay otra silueta humana. A quien crea verla puedo asegurarle que esa noche estuve solo, completamente solo, en todo momento.

Esta foto me devuelve a la incertidumbre de unos hechos. Me recuerda que hay nudos que no he logrado desatar aunque ya no piense a menudo en ellos.

Apenas ingresé a la habitación quedé paralizado por el frío y la humedad del cuerpo. Ella dormía. De un salto abandonó la neutralidad del sueño y se ubicó a mi lado. Me cubrió con una toalla mientras sacaba mis ropas empapadas. Restos de nieve aún sólida caían desde mis pantalones. Un temblor incontrolable me sacudía entero. A mis pies nacía un charco de agua.

Me tocó para comprobar lo que veía. El primer contacto con el calor de sus manos me recorrió entero. Ese flujo vital le cerraba el paso a la muerte. Esa mujer es un refugio. Está tan adherida a la tierra, es tan sensata. Sabe proteger. Lo sabe con una sabiduría que le llega desde el fondo de los tiempos. Nunca necesitó aprenderlo. Me asusta ese saber animal con el que se conduce por la vida.

- ¿De donde venís? ¿Y tu abrigo? ¿Enloqueciste?

Me friccionaba con una energía que jamás le hubiera atribuido. El temblor se atenuó. Supe que mi sangre se ponía en movimiento.

- Ya sabés, el insomnio.

- Te escuché salir. Me asomé a la ventana pero ya te habías alejado. Tomé una foto y me volví a dormir.

Apoyó sus pechos contra mi espalda. Me rodeó con los brazos. Me conectó a sus circuitos. Recibí todo lo que necesitaba. Comprendí que – sin que importe en qué lugar del mundo me encontraba – había vuelto a casa.

- Contámelo otra vez.

- Es siempre la misma imagen. Yo, a los 4 o 5 años, acostado en la cama, la cabeza apoyada sobre el brazo gordo y mullido de mi viejo. Él cantaba una canción en una lengua incomprensible.

Me detuve. No estaba seguro de querer que mis palabras nombraran las imágenes que veía. Dudé de que fuese posible alguna correspondencia entre unas y otras.

- Dale, seguí.

- Me aferraba a su pulgar, enorme, áspero. Ese dedo era para mi un faro en la oscuridad del mundo. Lo miraba, lo apretaba y, luego, lentamente - como parte de una ceremonia secreta - me lo llevaba a la boca y lo chupaba hasta que una sensación, que no podría describir ahora, me arropaba bajo las mantas del sueño.

- La canción, cantámela.

- No puedo, no la entiendo. Me dijo que era una canción de cuna polaca que le cantaba su madre. Era lo único que recordaba del viaje a América.

Nunca le agradecí a mi padre aquellos momentos. Cada vez que regresa esa estúpida escena sé que no lograré dormir más. Comprendo que el resto de la noche será un calvario de incertidumbre, una agonía que sólo se resolverá con las primeras luces del día. Entonces necesito abandonar la cama. Caminar, ocupar mis pensamientos en otro asunto.

- Vos ya conocés la historia. No pude evitarlo. Tuve que salir a dar un paseo.– Pero estamos en Amsterdam, es Enero, es uno de los peores inviernos que la ciudad recuerde.

Afortunadamente el sueño superó a su curiosidad. Cuando estuvo segura de que estaba a salvo regresó a la cama.

Intenté recordar los detalles para encontrar un significado a lo que me había ocurrido durante las dos horas previas.

Estaba seguro de que – fuese lo que fuese lo que había sucedido – había saldado una deuda. Un prolongado ciclo de ausencias y dolor parecía haber finalizado.

Las imágenes comenzaron a organizarse. Dudé de su veracidad, pero aquella serenidad tan rotunda no podía no ser cierta. De eso estaba seguro.A las 3,30 hs Amsterdan flotaba a la deriva sobre los hielos de la noche. Las luces de algunos hoteles daban a la Dam Platz el aspecto de un relato de terror. Caminé hacia el sur bordeando el canal mayor en dirección al Amstel . Apenas dos o tres putas me miraron desde una vidriera. Un perro y un par de borrachos. Nada que yo registrara como presencia humana. Sentí el peso de la soledad de aquella madrugada cuando se montaba sobre mis hombros. Supe que no se puede volver atrás. Pude tocar entre los dedos la dimensión exacta del tiempo irremediable y la futilidad de los perdones tardíos.

Al llegar al primer puente encontré un taxi estacionado. El chofer dormía con los vidrios herméticamente cerrados. Golpeé la ventanilla hasta sobresaltarlo. Me acomodé en el asiento trasero. Mientras retiraba los restos de nieve acumulados sobre el parabrisas preguntó por mi destino en un inglés lo suficientemente malo como para que ambos pudiéramos entendernos.

- Al puerto

El hombre – inmenso - se dobló sobre sí mismo para mirarme a los ojos.

– This is not a good place for a tourist at night. Are you sure?

El coche inició su recorrido a través de callejuelas, puentecitos y canales hasta abandonar el centro de la ciudad. Comenzaron a aparecer galpones desiertos, grúas de distintos tamaños, un intenso olor a mar y a petróleo, las siluetas borrosas de algunos buques. Se detuvo junto a un edificio de aspecto medieval con enormes puertas de madera y gruesos herrajes de hierro . Antes de terminar de bajar, el auto ya se había puesto en movimiento. En un instante lo devoró la bruma.

Desde las afueras, Amsterdam era un racimo de luces. Una ciudad impregnada de silencio y recorrida por espectros del pasado. Una densidad de siglos me aplastaba contra el piso. Algo, que no puedo nombrar, me anunciaba revelaciones y sobresaltos.

Empujé la puerta con todo el cuerpo y durante varios segundos pero apenas logré un hueco minúsculo a través del cual ingresar. Una luminosidad confusa y un rumor de voces y de máquinas llegaban desde el interior. Nada parecía definirse en aquél espacio de sombras y vagas sonoridades.

Atravesé un salón semidesierto hasta volver a sentir frío y el olor del mar. El murmullo de una muchedumbre se adivinaba en algún lugar cercano. Percibí que atravesaba algo más que aquellos escasos metros. Mis nociones del tiempo y el espacio se perturbaron de alguna extraña manera.

Sobre la pared podía leerse un cartel: Ámsterdam/Dakar/Santos/Bs As. Enero 22 de 1.926 y una flecha, cuya dirección – sin saber por qué - seguí de inmediato.

A pocos pasos el sendero se continuaba con una escalerilla de madera contenida por barandas de soga que conducía hasta la cubierta de un barco. Allí una multitud se abría paso en las sombras buscando ubicación. Seguían las órdenes de un marinero obeso que los distribuía usando su altavoz con un tono autoritario.

Las miradas de aquellas personas me atravesaban como si un objeto vacío se desplazara entre ellos. Vestidos con humildad, incluso con harapos. Eran del color del pasado. Olían a viejo.

Descendí hasta el nivel más bajo. Un tercer subsuelo sumergido en el ronroneo de las máquinas y el acre olor del encierro. Percibí una voz de mujer. Cantaba una canción en una lengua incomprensible pero que me resultaba familiar. Busqué el origen de aquella voz.

La vi sobre el fondo metálico de esa bodega. Joven aún y bella. Palmeaba la espalda de su niño mientras cantaba en voz baja intentando dormirlo.

El chico era intensamente blanco. Largos bucles le asomaban desde la espalda. Un temblor, apenas perceptible, delataba el frío o la resistencia de quien se aferra al ocaso de la vigilia en los umbrales de un sueño incontenible. La mujer tampoco pareció perturbarse con mi presencia. Su canto era para mí cada vez más sobrecogedor.

Me senté al lado del niño. Pasé mi brazo por debajo de su cabeza y cubrí su cuerpo helado con mi abrigo. Él no se extrañó en absoluto. Los hechos parecían naturales, cotidianos, incluso para mí. Sólo ahora, al recordarlos, percibo su extrañeza.

Sobre mi brazo, su cabeza se relajó inmediatamente. Su mano tomó la mía y buscó mi pulgar. Se aferró a él como a un faro en la oscuridad del mundo. Lo miró, lo apretó y, luego, lentamente - como parte de una ceremonia secreta - se lo llevó a la boca. Lo chupó hasta que una sensación, que no podría describir ahora, lo arropó bajo las mantas del sueño.

Daniel Flichtentrei, 2006
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