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Amanecemos

La luz es una delgada línea vertical que se cuela por el hueco de la puerta y desde los números del reloj. Lo demás es sombra. Mi único ojo abierto recompone con retazos la imagen de esta escena cotidiana. Son las 5.40, en diez minutos sonará la alarma. La espero como a una señal inexorable.

Su silueta está ahora más definida. La cabeza erguida, el cabello sobre los hombros, un brazo abandonado sobre el muslo, la pierna extendida sobre una silla. Está inmóvil, pero de a ratos puedo verlo completo, iluminado por el destello intermitente del televisor.

Dentro de unos minutos pasaré a su lado. Le diré “buen día”. Bajará levemente la pierna dejándome el mínimo espacio para que pase. No responderá. No me mirará. Seré una ausencia, apenas algo más que un estorbo. Le ofreceré el desayuno y me dirá que no.

Volveré a sentir que el amor fatal de un padre por su hijo también puede ser esta garra feroz que me aprieta la garganta. Querré abrazarlo y abofetearlo y no haré ninguna de las dos cosas.

Me bañaré, me vestiré en silencio. Abriré la puerta a las 6.30. Le diré “hasta luego” y responderá un gruñido.

Me sentaré en el auto. Me detendré unos segundos. Sentiré en mis brazos la memoria intacta de su cuerpo dormido. El peso de su cabeza abandonada sobre mi pecho. El olor. La respiración. Su mano caliente apretando mi pulgar. El deseo infinito de que ese instante no termine jamás. La contundencia ciega del tiempo irreversible. La certeza de no encontrar soluciones. La lógica implacable de saber que no podré encontrarlas desde que aún no comprendo el problema.

Ahora suena el despertador. Ahora estiro mi brazo y lo apago. Ahora comprendo - como en una revelación - la inutilidad de todos los gestos, de todos los días. Ahora, otra vez, estoy ahogándome en el lodo de lo “impensable”. Como una serpiente, repta sobre mi espalda el surco glacial de la culpa, mientras me hundo bajo el peso feroz de la impotencia.
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