Todos los viejos son idiotas, eso cualquiera lo sabe. Pero yo lo supe muy temprano. El abuelo Anselmo me sentaba sobre sus rodillas para decirme cosas como: - No les creas, no hagas caso de lo que dicen, la muerte no existe. Es tan ridícula que no puede ser real. Nos mienten para hacernos sentir terror.
Los años no atenuaron su delirio. La edad, por el contrario, consolidó aquel mundo privado donde se exilió definitivamente. Nosotros dejamos de escucharlo y él decidió callar. Tenía el abuelo menos años de los que hoy yo tengo cuando me introducía en su locura tan precoz. Luego ingresé en el tiempo de la razón y, sólo por piedad o por vergüenza, ponía en ocasiones mi mano sobre su hombro mientras asentía automáticamente con la cabeza como si estuviera de acuerdo.
Sólo ahora que vuelvo a su casa en esta mañana de lluvia tan delgada. Sólo ahora que veo “eso” tan extraño y tan ajeno acostado en una caja. Sólo, mientras percibo el gesto absurdo de la abuela Rosa y las tías viejas llorando sobre “la cosa”. Sólo ahora comprendo que aquél idiota tenía razón...
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